CUESTIÓN DE PRINCIPIOS Y DE DESENLACES. El comienzo es inmejorable. Sucesivos travellings nos llevan de la calle lluviosa al interior de una casona mientras se deslizan, sinuosos, los créditos. Recorriendo esa morada (a la que la fotografía del maestro Félix Monti sabe cómo convertir en un espacio ambiguo y desolado, privándola de los brillos de revista de decoración) descubrimos al solitario protagonista, en silla de ruedas. La aparición abrupta de una joven con su pequeña hija, para alquilar una habitación de la casa, y el hallazgo del plan de un grupo de boqueteros de robar un banco contiguo, van conduciendo el relato hacia el thriller de acción y suspenso.
El intento de Rodrigo Grande (Rosario, 1974) de abordar el cine de géneros es plausible, y hay que reconocer que lo hace con profesionalismo y solidez. Es muy buena la idea de sostener la acción casi sin salirse de esa residencia, que –con sus puertas y recovecos, sus ventanales a un parque algo abandonado y el túnel del título– va convirtiéndose en un ámbito bello y temible a la vez. El hecho de que el guión no incluya referencias oportunistas a episodios de la Historia argentina, así como tampoco una vuelta de tuerca cínica al final, son otros aciertos de Al final del túnel. Y aunque no hay demasiada riqueza en los diálogos, debe destacarse la decisión de Grande como guionista de aludir a un pasado traumático del personaje central sin mencionarlo explícitamente en momento alguno. Del mismo modo, en el desenlace no refulge la alegría por la obtención de un botín, habitual en este tipo de historias, sino un agridulce gesto de ternura.
Debe decirse que, en un primer tramo, la relación del protagonista con la joven bailarina avanza de manera intempestiva; hay, también, situaciones que se estiran y una música algo convencional e insistente. Pero, como realizador, Grande evidencia progresos, se muestra más suelto y competente que en sus anteriores Rosarigasinos (2001) y Cuestión de principios (2008), con alguna saludable apelación al humor y guiños u homenajes a maestros del género (Hitchcock, Carpenter, De Palma, Christensen, Aristarain). De tono parejo –con excepción de una turbadora escena de violencia sádica–, Al final del túnel no cae, asimismo, en regodeos costumbristas, tal vez por reunir personajes y actores argentinos, españoles y chilenos (a diferencia de sus films previos, hay una sola referencia, y no muy amable, a Rosario).
Tanto Leonardo Sbaraglia (excelente) como Pablo Echarri se muestran verosímiles en personajes intensos, creíbles incluso en breves escenas de llanto cada uno de ellos. La española Clara Lago y la niña Uma Salduendo, en cambio, sólo por momentos resultan convincentes. Federico Luppi, en tanto, es pura presencia: su imagen desdibujada, fumando en penumbras con la tormenta de fondo hacia el final del relato, es uno de esos instantes de Al final del túnel en los que –gracias a la personalidad del actor, la calidad del fotógrafo y la astucia del director– el cine asoma, con su capacidad de fascinación.
Por Fernando G. Varea