El peor de los planes
Planificar no es tan simple como parece, no es simplemente decir “voy a hacer tal cosa en determinado momento y lugar”. Armar un plan implica poseer razones específicas para justificarlo, objetivos determinados, variables a tener en cuenta a lo largo del desarrollo, etapas divididas sutilmente pero que en conjunto conforman un todo, tácticas, estrategias, alternativas frente a ciertos imprevistos. En Al final del túnel hay apenas un bosquejo de un plan, un borrador sumamente antojadizo que encima es ejecutado de manera totalmente deficiente.
Y eso que la premisa del film de Rodrigo Grande es en esencia bastante simple: un hombre que ve una oportunidad para sí en la oportunidad de otros, buscando robarles a unos ladrones que están por asaltar un banco cavando un túnel. Pero la marca registrada de Al final del túnel a lo largo de todo el relato es la arbitrariedad, que surge desde el comienzo, con Berta (la española Clara Lago queriendo sostener un imposible acento argentino) entrando con su hija en la casa -y en la vida- de Joaquín (un correcto Leonardo Sbaraglia) para alquilarle la pieza. Berta no sólo ni ve la necesidad de preguntar el costo del alquiler, sino que no tarda mucho en recurrir a su oficio de striper y ofrecerle una performance con toda confianza a Joaquín: esa secuencia es la excusa para un montaje de diversos hechos e instancias que quieren transmitir que Joaquín es un tipo que carga solo la mochila de la pérdida de su esposa e hija en un accidente que lo dejó inválido. Decimos que ese montaje quiere transmitir, porque en verdad lo único que recibe el espectador es ruido, visual y sonoro, con una banda sonora invasiva y una estética que recuerda al peor cine argentino de los ochenta y noventa.
El relato avanza como un drama llevado de los pelos, remarcando innecesariamente el problema de la hija de Berta, que hace años no habla y no sabe por qué, y la supuesta atracción que va creciendo entre Joaquín y Berta, de la que nos damos cuenta que existe básicamente porque Berta se encarga de decirle a Joaquín que hay una atracción entre ellos. Pasa un rato largo hasta que finalmente hace acto de presencia el verdadero núcleo narrativo de la película, con Joaquín detectando al grupo de ladrones liderados por un tal Galereto (Pablo Echarri, otra vez en un papel insostenible) y queriendo quedarse con parte del botín. Pero en vez de mejorar cuando se anima por fin a ser un thriller, Al final del túnel se hunde aún más, esencialmente porque ninguna de las decisiones que va tomando para que fluya la narración tienen razón de ser y justificativo. Si Grande como realizador evidencia cierto talento para transitar con la cámara los espacios cerrados en los que se desarrolla la trama (casi no hay escenas en exteriores), las vueltas de tuerca que va acumulando su guión -que incluye una revelación respecto a la hija de Berta que es indignante en su manipulación- muestran que desde el comienzo la historia se le escapó de las manos para nunca más volver.
Todo en Al final del túnel es disparatado y carente de rigor, y eso se nota hasta en detalles de la puesta en escena: por ejemplo, en cómo la casa pasa de estar vieja y derruida a moderna y perfectamente acondicionada, por obra y gracia de Berta, quien en un momento se pone a ordenar un poco. Recién sobre el cierre la película parece hacerse cargo de lo poco seria que es y se sumerge en un absurdo extremo -el comisario que encarna Federico Luppi hasta da unos pasos de comedia grotesca-, que aunque la hace parecer un mal film de los Hermanos Coen, tipo El quinteto de la muerte, por lo menos le da un marco de cierta honestidad. Pero no alcanza para darle rasgos de simpatía, no cuando durante la mayor parte de su metraje la impostura y el dramatismo vacuo fueron la norma.
Larga y aburrida, absolutamente fallida, Al final del túnel es una película donde ninguna de las partes que la componen funciona de la manera apropiada. Evidentemente, hay planes que están destinados al fracaso.