El guión es un esqueleto, y una película no debe restringirse a ilustrarlo. Las películas que así lo hacen asfixian el resto de los elementos que las constituyen. El cuerpo final de una película –de las buenas– siempre excede la planificación inicial. Los grandes cineastas preparan todo para que el azar los embrome. El viento sopla donde quiere, decía el maestro Robert Bresson.
No está mal el nuevo filme de Rodrigo Grande, pero le falta oxígeno. Por ejemplo: el guión dice que en cierto momento Clara Lago, que interpreta a una mujer que tiene una hija y está ligada a un delincuente, tiene que hacer un numerito musical casi erótico para que despierte un poco la excitación del protagonista, un lisiado buenmozo (Leonardo Sbaraglia) que sabe que sus vecinos planean robar un banco ubicado en la esquina de su casa. La escena es tan televisiva como irrisoria; si fuera un comercial de indumentaria sexy, estaría fenomenal. Esa secuencia desentona con el laborioso concepto espacial del filme, que consigue anular toda potencial teatralidad en la puesta en escena. Sostener un relato en un perímetro de escasos metros cuadrados no es fácil.
Los robos de banco en el cine son pura adrenalina y asimismo un fugaz paréntesis moral para fantasear una forma de existencia alejada de las penurias de la mera subsistencia. Algo de esto se divisa en el filme y la eficacia narrativa es indesmentible en esos pasajes. Todas las escenas del túnel que conducen a la bóveda del banco son buenas. Cuando el filme encuentra su centro de gravedad narrativo en el robo, el equilibrio de sus partes es manifiesto. Las proezas físicas del personaje de Sbaraglia, tal vez inverosímiles, son pertinentes para la propuesta. También la vileza del líder de los ladrones. Es menester decir que Pablo Echarri cumple, incluso cuando a su personaje el guión lo traicione mancillándolo innecesariamente con las debilidades inconfesables que padecen muchos curas. Ese matiz perverso es otra arbitrariedad del guión, el cual explica todo para unificar maniáticamente todas las partes.
Al final del túnel transcurre en la realidad nacida en un escritorio. El afuera es abstracto, y es ahí justamente en donde se pierde la hermosura de las películas con robos de banco. Cuando el robo remite a un sistema que lo habilita, las peripecias de los ladrones adquieren un paradójico sentido ético. No es el caso. La codicia es aquí un móvil para hacer mover a los personajes, una psicología de papel, y el saqueo es el motor del relato. Todo está calculado: las galletitas envenenadas, el reloj de pulsera, las inyecciones y los archivos de las computadoras cumplen una función casi matemática. De A vamos a B, porque C lleva a D y demuestra E. Cuando un filme evidencia sus costuras, debilita su contrato con la implícita credulidad del público.
Curiosa presencia es la del perro viejo y moribundo en el filme. Por más que el montaje fuerce a que la mascota muestre sus dientes, la presencia del animal garantiza un mínimo de improvisación, una primitiva honestidad que no proviene del ensayo. El perro es el que escapa al diseño y el que está un poco más allá del rompecabezas perfecto que disfraza de coherencia el film, que tiene sus méritos.