En el Barrio Al final la vida sigue, igual (2012) es uno de los segmentos del tríptico de Raúl Perrone. Tres obras aunadas por un patrón estético, personajes recurrentes y un entorno familiar: El barrio de Ituzaingó. La historia deambula por las calles del barrio de Ituzangó, haciendo foco en distintos personajes. Una madre joven con un sucinto ambiente familiar. Sus problemas, la inconveniencia de una maternidad apresurada, la incompatibilidad con sus necesidades de dispersión. Por otro lado un joven, de changas y cervezas, cajas de cigarrillos y salidas que adquieren dimensiones insospechadas. Todos conviven e interactúan bajo la misma mirada, bajo el mismo aire. De todas las cualidades de Raúl Perrone, la más reconfortante es su frontalidad. No se escuda detrás de la compulsión de someter el relato a artilugios vanos o a trampas emocionales. Lo que ves es lo que hay. Su directriz se encarga de suprimir el caricaturesco nivel de efusividad que prima en los trasfondos humildes y lo que aflora, en consecuencia y gracias a ello, es un reflejo sincero del día a día de gente relegada. Genuino e inescrupuloso. Carente de empatía y de connivencia enfática. El alegato sobre la cotidianeidad marginal se presenta vívido y verosímil. Lejos de ser mérito del voyeurismo infeccioso dictado desde la televisión, esto debe adjudicársele a los realizadores y su dinámica con el conjunto actoral. Esto no es documental, sino ficción. Si bien los actores son residentes del barrio, las situaciones son montadas y los diálogos guionados. Al margen de que algunos de los actores puedan compartir, fuera de cámaras, diferentes aspectos de su rutina, imperan un porcentaje de comodidad y fluidez que, a pesar de minúsculos exabruptos de impostación, es admirable. Los trazos técnicos y estructurales son decididamente minimalistas. Tal vez por la modestia presupuestaria o quizá como método para reforzar la sensación de intimidad, por momentos incómoda y enervante por su densidad y linealidad y por otro simple y escuetamente cautivante. Perrone es independiente, de órdenes y fórmulas preestablecidas. Una respuesta con pulso a la pregunta de si se puede vivir o no desacatando el ritmo marcado desde las cabezas del circuito comercial.
El cine que no se acaba nunca. Hay una cosa que uno no puede dejar de preguntarse frente a una película de Perrone. Más que nada cuando se está delante de alguno de los segmentos de esto que él da en llamar tríptico, este grupo de obras en tres capítulos conformado por Luján, Los actos cotidianos y La vida sigue, igual, que parece resumir no tanto una temática común como sí una misma experiencia estética, un sendero singular de construcción cinematográfica y una manera de aproximación poética. La pregunta, pedestre e imperativa, es: ¿cómo hace? Si en algunas películas tempranas de Perrone su figura se dejaba ver delante de cámara como una marca de autor, de algún modo rubricando el espacio de la ficción con su presencia física que se permitía interactuar brevemente con los personajes, ahora la cámara se encuentra más cerca que nunca de los actores pero estos parecen estar completamente a su aire, como si más que nunca la tarea del director consistiera no en organizar el mundo desde adentro sino en develar uno ya existente. Con una predisposición y una sensibilidad esencialmente modernas, el director pasa a desconocer la frontera que por tradición operaba sobre el binomio ficción/documental y exprime sus breves anécdotas para dotarlas de una fuerza descomunal donde la belleza formal –Perrone es un fotógrafo consumado, con un talento inusual para la composición del cuadro– no suaviza ni ablanda la realidad filmable sino que la transforma en materia de autor. Pero autor entendido como aquel que se muestra capaz de ver lo que ya está, el que mira alrededor y se dedica a registrarlo, en este caso con ojos atentos por partida doble, pero que destila también infrecuentes dosis de cariño y discreción. Al final la vida sigue, igual, como digno cierre del tríptico del que es parte de modo fundamental, consiste formalmente en planos en su mayoría estáticos, de una pudorosa perfección que parece acompañar el decoro y el distraído orgullo de los protagonistas. En la apertura, sin embargo, hay una excepcional toma en ralenti de unos niños que corren desde el fondo del plano hasta salir de él por un costado y dejarlo vacío de figuras humanas. Mientras, una serie de sonidos en loop anuncia el particular trabajo sobre el espacio off de la película, cuestión importantísima en la política de Perrone. No hay peripecias en Al final la vida sigue, igual como no sean las que se refieren en las charlas. Perrone filma los cruces verbales de una familia de clase baja en la que las minucias de la existencia de todos los días adquieren un espesor dramático extraordinario que parece haberse inventado a medida del cine. La respuesta al interrogante de cómo se las arregla el director barrial por excelencia del cine argentino para dar cuenta con propiedad de esa clase de materia, esos pedazos tan elocuentes de vida sin que la cámara rompa el hechizo que le hace creer al espectador que forma parte de la escena, es acaso una porción del misterio genial que Perrone se llevará consigo a la tumba. El director dispone los espacios y el fuera de campo con una precisión y una pertinencia abrumadoras: la dimensión no visible de la película es el pasadizo secreto por donde se filtra parte del mundo del que hablan los personajes. Sonidos de televisores, celulares y voces inundan el espacio desde afuera. Fiestas, salidas, amoríos problemáticos, controversias familiares son los retazos de relato que intercambian los protagonistas. También detenciones policiales, internaciones, carencias, sufrimiento y muerte: Perrone debe ser de los últimos cineastas argentinos que dan cuenta de una declinación evidente del país y de una precariedad que la mayoría de sus colegas prefiere hacer como si no existiera. Pero lo hace además sin declamaciones ni impostura algunas, tan íntima y genuinamente consustanciado con la suerte de los protagonistas que no podría alzar la voz ni un ápice para arrogarse una improbable representación en su nombre. Durante un brevísimo plano secuencia en cámara lenta se oye una versión punk rock de la canción En mi cuarto, donde parecen conjurarse un pasado y un presente fuera del tiempo, como si la película postulara un estado de cosas endémico puntuado por breves variaciones ocasionales. La inesperada aparición de la figura afantasmada del desaparecido Galván (inolvidable protagonista de La mecha y personaje capital en buena parte de la filmografía de Perrone) configura el cierre estremecedor de la película y de todo el tríptico. Su gran película Las pibas, vista en el último Bafici, inaugura una etapa diferente en el cine del director. Hace unos años escribí que Perrone era un cineasta definitivamente contemporáneo y también, con seguridad, un auténtico pionero en el arte de eso que, no sin equívocos de por medio, llamamos independencia. Es que el carácter iconoclasta sin igual de Perrone en el panorama del cine argentino desde hace veinticinco años lo convierte en una figura indispensable cuya valía discurre, todavía hoy, de forma casi secreta, alejada del reconocimiento y la aprobación generales. Por consiguiente, también del dinero y de las contraprestaciones lógicas del mundo de la industria y del espectáculo. El director oriundo de Ituzaingó sigue siendo todo eso que siempre fue –un animal salvaje, ferozmente concentrado en sus obsesiones, un alma en estado permanente de inquietud: un lobo solitario– pero, a la vez, ha afinado y pulido su instrumental cinematográfico de tal modo que ver hoy una película de Perrone significa estar viendo algo que desprende un eco familiar pero que no termina nunca de serlo de manera cabal, que se nos vuelve esquivo, que se escabulle con malevolencia de nuestra capacidad de reconocimiento para entregarnos a cambio –con una contundencia que parece una declaración de guerra– la sensación de que el cine del director no se acaba nunca.
Parte del Tríptico que ese icono del cine independiente argentino que es Raúl Perrone viene proyectando estos fines de semana en el Cosmos-UBA, vuelve a retratar con un ojo preciso y ecuánime la vida de un grupo de personajes en las calles de Ituzaingó, su propio mundo, que el realizador a vuelto puramente cinematográfico. Film donde los pequeños gestos repetido crean un universo, donde unos chicos se transforman en todo el mundo, es una oportunidad dorada para conocer a uno de los cineastas más importantes de la Argentina.
Distinto de Luján es el doble mosaico que Raúl Perrone ofrece con Los actos cotidianos y Al final la vida sigue igual. Es cierto, también aquí tenemos acciones que se suceden en esa pequeña aldea (Ituzaingo) con la que el artista pinta el mundo; también se despoja de actores profesionales para contar la vida diaria y, de paso –cañazo-, agudiza su poder de observación desde el estado prácticamente natural de su cámara, los registros realistas de las actuaciones de sus criaturas y la cotidianeidad de las situaciones por las que pasan. La cámara de Perrone, además, rara vez toma a la gente de frente; la mayoría del tiempo están de perfil o con tres cuartos de la cara visibles. Hay también en su trilogía una idea de mostrar a los ciudadanos mientras desnudan la condición en la que viven a través de su hacer y su decir. El director lo hace sin echar culpas y sin tomar partido por ninguna ideología o partido. Y, sin embargo, éste posiblemente sea el tríptico con más contenido político en mucho tiempo. Después de todo, esta trilogía reflexiona permanentemente sobre la calidad de vida, la educación, el poder adquisitivo, las oportunidades y la vida digna, todo enmarcado en un contexto en el que la vida ideal parece estar en un lugar muy lejano. Esto queda plasmado en la película en varias charlas y en el zapping televisivo. Por ejemplo, hay un momento en el que se muestra a una señora en plano americano, parada en una pieza con paredes agrietadas. La mujer está despintada, las conexiones eléctricas se notan precarias y hay humedad en el techo. Mira la tele y, visiblemente interesada y consternada, ve cómo los hijos de Michael Jackson -fallecido hace horas- van a estar bien con todos los millones de dólares que van a heredar. Este tipo de humor, nacido desde una profunda observación, impregna a ambos largometrajes del agridulce sabor de la realidad. Así es como en casi todos los personajes de estas películas veremos, al mismo tiempo, resignación y esperanza. Mientras que Luján se centra en una generación a la que podríamos llamar de la tercera edad, Los actos cotidianos se detiene en la vida de una pareja joven (de unos veintitantos), cuya situación económica es muy complicada para ambos -para la hija de ella y el hijo de él-. El nexo hacia Al final la vida sigue igual será la madre de ella, que adquirirá en esta última otro tipo de protagonismo. Las tres películas pueden vivir una sin la otra, pero claramente es mucho más interesante transitar el recorrido del tríptico con la paciencia que se requiere al entrar en un museo. Eso y la contemplación son los secretos para que cualquier espectador dé de sí mismo lo necesario para disfrutar del arte y sus propuestas.
Fantasmas de Ituzaingó Hace una semana iniciamos la crónica del nuevo tríptico de Raúl Perrone que este jueves se estrenará en el Cineclub Municipal Hugo del Carril, con la mirada puesta en la primera película de la entrega, Luján (2009, AM18), gran filme sobre la soledad existencial de un octogenario, que a su modo sintetiza la indefensión de una clase social y su destino casi inexorable. Será el turno ahora de abordar las siguientes películas que forman el trío: Los actos cotidianos (2010, AM18) y Al final la vida sigue, igual (2011, AM18). Esta vez sí se trata de una obra continua, acaso una misma película dividida en dos capítulos, que como el título indica aborda la cotidianeidad de una familia de Ituzaingó, seguramente descendiente de otros personajes de filmes previos del mismo Perrone (más precisamente Don Galván, protagonista de La Mecha, y de su mujer Ofelia). El cine de Perrone es mucho más complejo de lo que sugieren su economía de medios y conflictos: es un cine que registra poéticamente el mundo (y su devenir) para pensarlo, cuantas veces sea necesario. Por eso, la apuesta ahora pasa por volver a la intimidad de las familias de Ituzaingó para ver cómo se han modificado sus existencias, registrar sus nuevas dinámicas cotidianas, entender sus pesares, problemas e ilusiones. Si en Luján había un protagonista definido, aquí los personajes se expanden: tres generaciones conviven en Los actos cotidianos y Al final… bajo un mismo techo, una típica casa del conurbano bonaerense, un universo desconocido para la gran pantalla. No lo es por supuesto para Perrone, que se concentra en los espacios internos de esta casa y los filma con un cuidado y una distancia sumamente amorosos, una familiaridad infrecuente que confirma el sello de su cine, la extinción de toda frontera entre el documental y la ficción. Son personas reales las que pueblan sus películas, así como también el universo que atrapa y narra. Aquí, los protagonistas principales son la treintañera Soledad y su hermano Bebo, de su misma edad. La primera es una madre soltera y desocupada, que pasa sus días atendiendo a su pequeño hijo y espiando al mundo a través de las novelas de la televisión. Su hermano también es padre separado, aunque la división social de roles le permitirá otra vida y otra (aparente) libertad: podrá salir con los pibes del barrio, y cada tanto volverá con noticias sobre sus aventuras nocturnas, sobre los conflictos de la barra con la policía y la Justicia, o con verdaderos novelones amorosos. El trabajo será una de las grandes ausencias de este díptico: como los mismos personajes, constituye un horizonte fantasmal, siempre difuso e incierto, ajeno a las expectativas cotidianas de nuestros protagonistas. Y es que Perrone registra en realidad las ausencias (como afirma Quintín en un muy recomendable texto que acompañará la edición de este tríptico) que constriñen la vida de estos seres arrojados a la intemperie, ausencias de los sistemas institucionales y económicos que brindan posibilidades y expectativas, que ordenan la vida en un horizonte simbólico, otorgador de sentido e identidad. Es por eso que la inmovilidad signa la existencia de estas personas, que sólo pueden buscar en la TV o en alguna aventura fugaz lo que no encuentran en sus propias vidas. Como se verá, el fuera de campo cobra una importancia superlativa, que se enfatizará aún más en Al final la vida sigue, igual, donde Perrone podrá salir ya de los espacios cerrados para filmar el mundo circundante y comprobar el atraso civilizatorio del espacio urbano. Otros personajes tendrán protagonismo: la madre de Sole y su hermana, o también los niños (y su mirada, sugerida en fuera de campo por el sonido de un juguete infantil), que parecen ser los únicos con derecho al disfrute y el placer (aunque los adultos puedan acceder al cigarrillo, ya omnipresente). Aparecerá también la religión como refugio para la soledad y la tristeza; y en algún momento Bebo se irá de casa para vivir con su nueva novia, aunque envuelto en viejos conflictos, mientras que la Sole podrá tener su propia historia de amor con un amigo, el joven Emiliano, que sin embargo carga con una mujer encinta a cuestas. Serán cambios mínimos en una rutina inquebrantable, inscripta en un tiempo eterno, cíclico y opresivo. Los claroscuros de los espacios internos se irán acentuando, y las caras y los cuerpos serán ganados progresivamente por las sombras hasta volverse fantasmales (con lo que se Perrone vuelve a recordar a Costa): el plano final, con la aparición ya decididamente espectral de Don Galván, sugiere el destino irremediable de nuestros protagonistas, desaparecer en la bruma sin derecho a réplica. Por Martín Iparraguirre