Fábula de moralina sobreactuada
La línea de comedias familiares que Disney produce para el cine no es muy distinta, en calidad e intención, de los productos que suelen integrar la grilla del Disney Channel. Historias centradas en el punto de vista de los protagonistas infantiles, con actuaciones exageradas (a veces hasta la incomodidad), un sentido del humor basado en fórmulas, ambientadas siempre en espacios reconocibles de la clase media burguesa estadounidense, por lo general estructuradas a modo de fábulas aleccionadoras, pero que nunca se atreverían a provocar la más mínima intranquilidad en sus espectadores. En ese molde encaja Alexander y un día terrible, horrible, malo... ¡muy malo!, dirigida por el puertorriqueño Miguel Arteta, y protagonizada por dos actores de experiencia en la comedia como Jennifer Garner y, sobre todo, Steve Carell. El protagonista, tercero de cuatro hermanos de una familia modelo (en el sentido de típica, pero también en el de ejemplar respecto de la “fantasía americana”), siente que todos los días son pésimos, sobre todo en comparación con el resto del grupo. Una mamá que es exitosa mujer de negocios y un papá desempleado pero con un optimismo a prueba de catástrofes; un hermano y hermana mayores que la pasan bien en el secundario, y un bebé que recibe la atención de todos. Alexander cumple doce años pero todavía es más petiso que la chica que le gusta, recibe gastadas de sus compañeros. Y su fiesta de cumpleaños parece condenada al fracaso porque el chico más canchero del grado organizó otra el mismo día.
Como en innumerables películas de este tipo, un deseo de Alexander pedido a medianoche convertirá la vida de los otros en pesadilla durante un día. Una pesadilla tipo clase media estadounidense, en donde cualquier rasguño en la superficie de la buena burguesía se convierte en una potencial amenaza de exclusión. En ese sentido, Alexander... es moralista y hasta cruel, en tanto manifiesta una necesidad de hacerles ver a sus protagonistas a través del castigo que no están siendo todo lo buenos que deberían. Claro que de manera edulcorada, disfrazada de chistes mediocres, porque ningún relato de esta clase puede alarmar a sus clientes mostrando el sufrimiento de sus criaturas como un peligro real. Es por eso que esta comedia, en la que Carell hace lo que puede (y no es mucho) y Garner vuelve a merecer un premio a la sobreactuación, resulta conservadora. Porque hasta las amenazas terminan convertidas en éxitos rotundos y todo el mundo puede volver a casa tranquilo, sabiendo que para los buenos, sobre todo si se arrepienten hasta de lo que no han hecho, siempre hay un premio.