Una pintora se refugia en su casa familiar en el campo para recuperarse de sus adicciones y retomar el trabajo creativo. En su descanso, la visitan los recuerdos de su trágica infancia, las presencias fantasmales, el temor a la falta de inspiración. Sin embargo, el prometido viaje interno de Sofía (Ingrid Grudke) se convierte en un tortuoso devenir de escenas sin pasión ni carga dramática. Son apenas eslabones sueltos de un guion forzado y perezoso, agravado por los giros absurdos y las pobres interpretaciones. A esa fallada alquimia se suman inexplicables pretensiones de psicologismo y teoría del arte.
El director Roberto Salomone parece quedarse prisionero de una disyuntiva. Si la historia de Sofía nos sumerge en la inquietud del thriller, tensando el espacio entre lo real y lo onírico, o si nos conduce hacia los dilemas de la creación artística, la necesidad de sugestión y alucinógenos para arribar al genio. No hace ni una cosa ni la otra. Luego de dar los primeros pasos, de algunos flashes del pasado y la salida del psiquiátrico, no hay nada más que un derrotero hueco, ridículo por momentos, sin misterio alguno. Sofía y cada uno de los personajes son bosquejos de intenciones, figuras vacías que se mueven por los caprichos y las pretensiones del guion. Todos sus elementos, desde una pelota que se cae por la escalera o una nena que deambula por la casa, son escalones estériles en un relato que no inquieta, ni interesa, ni emociona.