Besos robados
La torre Eiffel, París desierta y un ritornello de Philippe Sarde que parece venir de otro tiempo. La voz en off cuenta una historia en pasado. Marianne frente a la puerta de entrada, vestida de cuello alto con la falda debajo de la rodilla. Su bello rostro sin maquillaje tiene el aire alegre del que va anunciar un acontecimiento feliz. Está embarazada, pero no de Abel, su compañero, sino de su mejor amigo Paul. Nombres de otra época como reimpresiones de viejas películas. Abel no pone ninguna resistencia, se precipita por la escalara del edificio y sigue su camino como si nada. Esta antiescena hogareña de antología establece el tono de una película singular en la que la sencillez y la delicadeza conviven con un desconcierto inquietante.
Elipsis de nueve años. El corazón de Paul se detiene; Abel y Marianne vuelven a encontrarse en el funeral. Pasaron apenas tres minutos desde el comienzo de la película. La historia va a toda velocidad. Louis Garrel esgrime la libertad narrativa de la Nouvelle Vague. La cámara sigue la más mínima expresión en el rostro de los actores, con una voz en off a lo Truffaut y con una Laetitia Casta imperial filmada como una heroína de Hitchcock. Un hombre ama a una mujer. Pero entre ellos, un fantasma, un niño y otra mujer hacen de obstáculos. El cineasta filma con una notable fluidez los sobresaltos de esta historia escrita como un thriller sentimental: una pequeña colección de enigmas amorosos guiados por las actrices. Navegando de un color a otro, la narración se sostiene hábilmente por una triple voz en off que multiplica los puntos de vista. A cada uno de los protagonistas le suceden situaciones dolorosas, pero ninguno reacciona de acuerdo a las convenciones. Louis Garrel posee una manera de filmar precisa y sutil, una suerte de minimalismo elocuente con el que construye una película que es al mismo tiempo ligera y profunda, siempre elegante.