Dos vidas que siguen cursos distintos y sólo coinciden un breve y alejado momento
De forma simbólica y hermosa, la primera imagen contiene la película: dos vidas, cual trenes que corren por vías paralelas y en direcciones opuestas, siguen cursos distintos y sólo coinciden durante un breve y alejado momento. Pero como creemos en el amor, estamos expectantes a qué suceda. ¿Y sucede?
La verdad es que “Amor a la carta” va proponiéndonos interrogante tras interrogante sin darnos la respuesta. Y ahí está uno de los elementos bellos de este filme, ni nos lo cuenta todo a nosotros ni los personajes llegan a decírselo todo. Pero la contención, el amago, el simple gesto o la ausencia de él (características que muchas veces distinguen el cine extra Hollywood) enriquecen un lenguaje audiovisual que no se hace sólo de presencias. La ausencia cuenta, y mucho. Ese silencio, por ejemplo, que la protagonista construye alrededor de la infidelidad no confesa de su marido la construye a ella como personaje. Entra entonces la ambigüedad que le da riqueza a la película, la maravilla de las libres interpretaciones que crea en la mente de cada espectador una película distinta. ¿Es Ila cobarde por no enfrentarse? ¿Resignada a la traición? ¿Vengadora con su intercambio epistolar?
La primera pregunta que nos plantea la realización es si Ila conseguirá “reenamorar” a su marido con sus mágicas manos cocineras. Y antes de contestarnos, nos plantea la siguiente: ¿quién es ese hombre que recibe una vianda que no reconoce como suya, pero la come igual? Y más importante aún, ¿será él quien se enamore de Ila? Así se encadenan las preguntas, en un remolino de palabras ansiosamente escritas y leídas con olor a pan de pita. Tras ellas, la necesidad de hablar, quizás para no sentirse solos, quizás para empequeñecer las penas al compartirlas, de un viudo solitario y gruñón -o gruñón por estar solo- y su inesperada cocinera, una madre joven que busca ávidamente en los cacharros vacíos del almuerzo la salida de su vida monótona e infeliz.
Por eso que la respuesta para mí es no. No sucede el amor. Sólo sucede un cruce breve y alejado de dos vidas que necesitan un cambio, pero que no se encuentra en la misma dirección. Porque ella es joven, porque él es mayor, y porque su sufrimiento se combate diferente. Por eso creo que el final es acertado: para los dos aún hay esperanza, los dos aprendieron de su efímera correspondencia, los dos salen cambiados de su experiencia. Y todo gracias a ese margen de error de un paquete entre un millón que los transportadores de comida de Bombay pueden entregar al destinatario equivocado. Y es que “el tren equivocado te puede llevar a la estación correcta”.