El sabor de la soledad
Es poco frecuente en la cartelera local una película proveniente de la India y que no tenga esas características for export del producto Bollywood que pulula más en internet que en salas de cine. Por eso, el debutante Ritesh Batra se aleja de los cánones convencionales para tomarse el tiempo necesario y así desarrollar una historia que roza el melodrama sentimental pero que en su esencia busca efectuar un retrato seco y sin colorido ni estridencias protagonizado por dos solitarios en una gran urbe.
Para el protagonista masculino de esta historia, Saajan Fernandes (Irrfan Khan), un oficinista que tras 35 años de servicio en un ente gubernamental decide pedir el retiro, el sabor de la soledad es siempre el mismo desde el día en que su esposa falleció. Parco, taciturno y muy meticuloso en su trabajo, el hombre divide su rutina diaria en un viaje en tren atestado de gente, el entrenamiento a desgano del joven que se supone lo suplantará, Shaikh (Nawazuddin Siddiqui), verborrágico y hasta molesto, con quien comenzará a compartir las misteriosas viandas que le llegan por equivocación.
Es tradición en la India que las esposas envíen la vianda a sus esposos al trabajo mediante un delivery en unos recipientes que se llaman dabbas (de ahí el título original del film) pero para nada habitual que ese delivery cometa un error y lo entregue al destinatario equivocado como es el caso de Ila (Nimrat Kaur) y su marido, hastiado de comer la coliflor que le entregan todos los días por error mientras su apetitosa comida muere en la boca de Fernandes.
Con un elemento prototípico como el equívoco para desatar una serie de situaciones embarazosas -por lo general jugadas al tono de la comedia-, aquí el pretexto de la vianda construye de manera pausada aunque progresiva una relación epistolar entre la mujer y el oficinista que también se entrelaza con los diferentes platos que ella prepara para el desconocido y así de esa sutil referencia a los nuevos sabores aparezcan nuevas miradas sobre las dos realidades que tienen como denominador común la soledad: la de Ila como ama de casa y madre de una niña pequeña que no recibe atención de su esposo y la de Fernandes en su tránsito lento hacia la vejez, a pesar de haber encontrado un interlocutor joven en su aprendiz y algún que otro ingrediente que despierte el deseo y el proyecto futuro de un cambio una vez que se retire de su actividad laboral.
El ritmo y los textos de las cartas que tanto uno como otro se envían en el mismo recipiente marcan los hitos de una historia de amor en la distancia y bajo el encanto del anonimato, aunque no así de la franqueza en cada una de las palabras en las que se confiesan sueños, miedos, frustraciones y recuerdos de tiempos más dulces, sazonados de cierta melancolía que cualquier paladar poco exigente podrá entender y compartir.
Resulta atractivo en cuanto a la puesta en escena el contraste elocuente entre los interiores y los exteriores donde las personas parecen amuchadas y sin un espacio para que la mirada descanse o al menos vuele hacia otros horizontes.
Muchas veces la gastronomía es un buen recurso cinematográfico para alimentar corazones desnutridos de emociones pero otras el exceso indigesta y cae pesado, Amor a la carta encuentra el equilibrio entre los sabores de las pequeñas cosas en la misma proporción que los platos que se exhiben a lo largo de todo el rodaje con variedad pero sin grandilocuencia.