Cuando uno está frente a una obra que provoca sensaciones encontradas hacia su forma y contenido, como el caso de “Analizando a Philip”, tiende a sospechar si vio una obra maestra o si simplemente la habilidad del director lo llevó a esa conclusión sin darse cuenta. Justamente en este punto se encuentra el equilibrio entre la comedia y el drama en éste estreno, pero esa indefinición provoca salir corriendo del cine y hablar con alguien de las sensaciones vividas. Si esto no es una gran razón para pagar una entrada al cine, entonces habrá que aceptar a los superhéroes y listo. Por suerte no es así. Por suerte el cine tiene todavía mucho para contar y en este caso, también para interpelar a los cachetazos.
La secuencia inicial podría ser una buena muestra del legado de Woody Allen para esta generación a partir de un análisis crudo de una parte del comportamiento humano. Una lectura casi perfecta del ciudadano misógino, neurótico controlado y egocéntrico, pero sin caer en la victimización procaz y facilista. Por el contrario, es como si el director se hubiese metido a fondo en la mente del protagonista para entenderlo, abrazarlo y desnudarlo (nos) a la vez.
“No te sientas más miserable de lo que necesitas. Eso dejáselo a ellas. Para eso están.” Serán algunas de las verdades absolutas que profieren estos personajes alrededor de los cuales “gira el mundo”. “Analizando a Philip” es ante todo una secuencia de retratos en los cuales la sobre-explicación y el subrayado tienen la deliberada intención de no correr al espectador de su lugar de juicio.
La narración en off aporta mucho y resta en la misma proporción. Por un lado, porque narrar el estado psicológico de los protagonistas, como si se tratase de leer los apuntes de un practicante de psicología, juega un doble papel entre lo contextual y el humor. Esto es a favor. Pero por otro lado, hay una razón deliberada, pero no del todo explicada, por la cual la misma narración se ocupa de describir muy puntualmente como se siente X, personaje en desmedro de lo que se puede ver en el trabajo actoral. Como si este fuese relegado a un segundo plano a partir de un registro, en donde los actores están en estado neutro en contraste con las actrices que sí tienen más libertad para trabajar las facetas emocionales. Sin dudas es una propuesta estética en donde la teoría sobre las libertades intelectuales, y no hablamos de censura frente al hecho de ser escritores, sino del uso de la inteligencia, la razón y el poder de decisión en la vida en general, se pone a prueba constantemente.
Tal vez el hecho de que Alex Ross Perry como director se haya inclinado por gigantescas toneladas de textos, casi neutrales en el decir y el accionar, tenga que ver con el inextricable balance que existe entre el ser humano discursivamente misógino y la incontrastable realidad de los hechos como consecuencia de sus propias acciones. En este punto, los dos hombres principales de la historia Philip (Jason Schwartzman) y Ike Zimmerman (Jonathan Pryce) son ácidamente queribles y detestables a la vez. Uno, escritor joven con futuro por delante, el otro, escritor de reconocimiento transitorio venido a menos que le transmite al primero el vacío de ese futuro. Por carácter transitivo, el ego exacerbado e indiferente de ellos pone a los personajes femeninos en un lugar poco frecuente cuando se trata de contrastar los géneros. Elisabeth Moss y Dree Hemingway ofrecen notables trabajos para que la cosa funcione.
De todos modos, el análisis microscópico de los múltiples temas abordados nublan por largos pasajes, el hecho de estar frente a un relato disruptivo que se propone contar una historia con la deliberada intención de no dejar que el espectador salga del callejón. Difícil saber si esta decisión artística deja fluir el relato o lo vuelve monótono. He allí el desafío. Las cartas están sobre la mesa. Habrá que jugar o irse al mazo.