Honestidad brutal
La neurótica forma de estrenar películas nacionales hace que Años de calle llegue a la cartelera comercial poco más de un mes después que Boyhood. Son, al fin y al cabo, dos películas con enormes puntos de contacto no tanto en su núcleo temático, pero sí en un subtexto común cuyos ejes son el tiempo en carne viva y los usos que cada quien le da –o puede darle– a su paso irrefrenable. Claro que el film de Richard Linklater es muchísimo más luminoso: donde allí era maduración, contención y descubrimiento encarrillado, aquí es olvido, ignorancia y supervivencia.
Años de calle comienza en 1999, cuando Alejandra Grinschpun dictaba un taller de fotografía en un hogar de día para chicos en situación de calle. Fue allí que cuatro de ellos llamaron su atención. Se trataba de Gachi, Ismael, Andrés y Rubén, todos de entre 10 y 17 años y con asentamiento permanente entre vagones y andenes de la estación de Once.
A partir de esa anécdota, el film mostrará los sucesivos reencuentros del equipo técnico con cada uno de ellos a lo largo de más de una década, dejando entrever, por un lado, el fortalecimiento del vínculo entre ambos lados de la cámara, así como sus vidas fueron reconstituyéndose o, en la mayoría de los casos, acentuándose en la marginalidad.
Años de calle es un documental abiertamente político cuyos dardos trascienden la mera coyuntura. Basta recordar los cambios que hubo en la Argentina en los últimos quince años –allí están los carteles de Menem ’99 para ilustrarlo– para darse cuenta que la problemática del film es endémica. En ese sentido, Grinschpun deja que sean los mismos protagonistas los encargados de exponer las falencias de su situación. Profundamente sincera y honesta con ellos, cruda sin ser miserabilista, y con la innegociable decisión de tomar a los chicos menos como objetos cinematográficos que como seres humanos, Años de calle terminará convirtiéndose en una crónica desgarradora sobre aquellos para los que no existe “Década ganada” o “perdida”, sino una condena crónica al olvido.