La premisa de “Años de calle”, Opera prima de Alejandra Grinschpun, es muy interesante: A partir de un taller de fotografía dictado en los ‘90, la directora entra en contacto con un grupo de jóvenes en situación de calle en la ciudad de Buenos Aires y los filma en el año 1999. Tiempo después se pregunta que será del futuro de estos chicos, decide documentar este proceso y realiza una película que va contando los trayectos de vida de Andrés, Rubén, Ismael y Gachi.
El comienzo del film es un elocuente reflejo de la época, a través de Andrés y un amiguito que también vive entre los andenes de la estación de Once y que lleva una remera de la AFJP “Siembra”, la cámara recorre los espacios que estos niños transitan cotidianamente: oficinas derruidas, los techos de la estación, vagones abandonados, heladeras con latas de “poxi”, toda una geografía de una Buenos Aires marginal que comenzaba a expandirse al calor del neoliberalismo desatado. Sin la conciencia, aun, de que estaba filmando para una película, la directora se deja llevar por este niño que nos descubre descarnadamente su mundo. El resultado es impactante y nos recuerda al excelente corto brasilero “Numero Zero” de Claudia Nunes https://vimeo.com/71690123.
En estas imágenes de textura noventista también conocemos a otro niño, Rubén, que vive en la calle hace dos años y que, sin que su madre lo sepa, va a verla a la puerta del hospital siguiéndola y escondiéndose detrás de los árboles. Un relato conmovedor que en un primer plano radical nos permite descubrir en la mirada profunda y nostálgica del niño, un pasado de dolor que ha extremado su sensibilidad.
Luego vendrán Ismael y Gachi, personaje femenino que cierra la primera etapa del film, aquel del registro que aun no tenía como objetivo la realización de un film. ¿Cómo será la vida de estos niños, ahora jóvenes, cinco años después? ¿Y cómo en el 2010?
Esta interesante premisa, sin embargo, parece ir perdiendo consistencia a medida que transcurre la película. No porque la vida de los jóvenes, (presos algunos, sin poder ver a sus hijas, en el caso de Gachi, e incluso la experiencia de Ismael que logró salir de la calle y dedicarse a armar talleres de cine para niños en situaciones parecidas a las que él había padecido) no tenga interés, ni porque su derrotero no exprese el de miles de jóvenes e incluso, metafóricamente, el del país. Sino porque ese rodaje descarnado y filmado con cruda belleza, sin un sentido aparente, conducido, muchas veces, por el camino que los protagonistas imponían a la cámara, ahora parece invertirse, y es la película la que, sin dejar obviamente de basarse en los hechos reales, guía el camino de los protagonistas. La cámara ya no se encuentra en estado de indeterminación y vértigo, como cuando acompaña a Andrés a juguetear algo imprudentemente con un ascensor del ferrocarril. Ahora está en zonas que, sin dejar de ser ajenas al mundo de la realizadora, son las situaciones que eligió para filmar.
La película, sin embargo, construye momentos elocuentes y desgarradores como la visita que la familia de Rubén le hace en la cárcel, pero su totalidad se ve debilitada. La película sufre algo parecido de lo que le pasa a “Boyhood”, un film muy distinto pero similar en tanto que sigue a un grupo de personajes a través de los años. Ambos transforman al tiempo, que quieren capturar, en situaciones concretas significativas, en Hechos. Así, el tiempo se convierte en algo rígido que pierde la condición de movimiento propio de su naturaleza.
Es paradójico lo que ocurre, cuando el film se propone contar el paso del tiempo, parece que se le escapa; cuando registra sin conciencia del tiempo, como esas imágenes de los ’90, logra contenerlo y expresarlo. Es que, justamente, no se trata de contar el paso del tiempo sino de que tiempo sea delante de cámara. Como arte del presente, ese ser delante de cámara es lo que permite al cine, evocar el mundo. Inquietarnos.