Antonio Gil (2013) es un documental abocado al conocido lugar cerca de Mercedes donde miles de personas van todos los meses de enero a rezar y a pedir milagros al santuario de Antonio “el gauchito” Gil. Un santuario junto a un árbol. Un gaucho con una cruz. Ahí se dice que fue asesinado y que, antes de morir, auguró un milagro que luego se cumplió. Pero no estamos frente a la historia del Gauchito Gil ni a la recreación de las leyendas que se tejen alrededor de su simbología religiosa. En este caso se trata de un lugar, de un espacio a campo abierto donde llegan los peregrinos y habitan para luego, cuando terminan de rezar y de cargar la cruz, deciden marcharse.
Y todo viene desde la leyenda, más difundida, que cuenta de cómo Antonio “el gauchito” Gil, nacido en la provincia de Corrientes, un día tuvo un romance con una mujer que le generó enemigos de quienes tuvo que huir, y que en esa huida, de alguna manera imprecisa, termina envuelto en una guerra contra el Paraguay. Después, al regresar, es llamado a enfilarse a un partido político para combatir en una guerra civil y que al negarse a eso, es perseguido capturado y asesinado. Lo cuelgan de un árbol, pero antes de morir anunció el milagro de la sanación de un niño a partir de los rezos que se hicieran en su nombre. Y desde que el niño se sanó, entonces todos sus creyentes, por años incontables, viajan hasta ahí. Y así como la leyenda del árbol existen otras más, pero todas confluyen en esa zona donde está el santuario y también se dice deambula el fantasma de Antonio Gil listo para acuchillar en las noches.
Lo interesante es que la película recurre a procedimientos muy sencillos. Las leyendas y todo lo que sucedió con Antonio Gil son testimonios que se oyen. Uno tras otro, las voces hablan de los milagros cumplidos, de los rezos, de las ofrendas traídas y de lo que se dice que fue la razón del asesinato. Conjeturas dichas por la gente que llega pero nunca se ve a la persona que habla. La imagen, por su lado, consta de innumerables travellings laterales, que se extienden, mostrando a todos los peregrinos que arriban y hacen fila esperando su turno. El tiempo avanza y continúan los travellings, y luego se ve a la gente comiendo y disfrutando de la estancia en ese lugar. Pero en reiteradas y alternadas veces sobre la imagen se escuchan testimonios. Voces y travellings, nada más. Y si al principio puede parecer tedioso, después el espectador se deja envolver, pues comienza a tener un juego entre lo particular y lo general. Un testimonio frente al total de la gente dispersa. Esa voz que cuenta algo frente a la masa indefinida que saluda a cámara.
Pero con ese procedimiento se percibe tangiblemente la idea de totalidad, de un número descomunal de gente que se encuentra ahí. Como se puede deducir, los travellings de por sí son como una mirada un tanto alejada y en perspectiva, distante y descriptiva. Sin embargo, esa imagen (producida por los travellings) tiene encima a una voz que da un testimonio preciso y subjetivo, pero que no tiene rostro, y en ese caso, se uniformiza con los otros rostros desconocidos que ríen y saludan. Entonces surge aún más la sensación de una totalidad imposible de determinar. Con elementos precisos (travellings, voz en off y cámaras fijas mínimas) se logra eso y más cuando se aprecia que la directora del film, ha seguido este evento por años. Entonces la masa ya se vuelve inmensa.
Es sin duda un documental extraño y atípico que de a poco se va volviendo atrapante. Y además porque se trata de un retrato espacial y no de un documental histórico de Antonio Gil, quien por estar siempre ausente -aunque si constantemente mencionado por las voces o por las figuras religiosas- asciende. Pero es el lugar lo que más importa. Aún con la gente presente este documental es sobre la multitud en un determinado espacio uniforme que no tiene mayor transcendencia geográfica, pero que cambia y muta cuando llega enero y todos van a rezarle al Gauchito Gil.