La butaca de la sala de cine es una hamaca que se mece con la brisa ligera, la seducción y el ensueño de una tarde de verano. Una naturaleza desconocida nos transporta con su vagabundeo embriagador por los confines del documental y la ficción en busca de un sujeto. Estamos en algún pueblo perdido en el corazón de Portugal, la cámara se entusiasma con los bailes populares y cada tanto se pierde en una procesión o se distrae con un desfile. De a poco vamos conociendo, como al pasar, a los personajes extravagantes que habitan en sus campings o en el club de los motoqueros.
De pronto, el cursor se desplaza hacia una puesta en abismo cuando reconocemos al director, a los técnicos y a los productores enfrascados en una gran discusión. De esta manera se nos revela que la idea original de la película quedó trunca por falta de presupuesto y que el director decidió, de todas maneras, tomar unas imágenes del lugar antes de volver al año siguiente a filmar su frustrado proyecto. Cualquier otro realizador hubiera tirado a la basura el trabajo preparatorio. Gomes, por el contrario, decide comenzar por ahí. Esas imágenes son las que estuvimos viendo, un documental embebido de la indolencia estival que deja una idea precisa de la manera en la que el director va a filmar su ficción.
La ficción es un melodrama interpretado por algunos de los personajes que conocimos en el documental. La historia podría ser la que cuenta la canción Morir de amor, una de las tantas que interpretan a dúo los protagonistas centrales de la película: dos primos que se enamoran venciendo todos los prejuicios culturales y haciendo frente a sus respectivas familias. El tercero en discordia es el padre de la chica, un músico al que su mujer abandonó hace tiempo en circunstancias poco claras. Toda la historia está frecuentada por el misterio de esa madre ausente, que cuestiona el sistema estético de una película que hace documental y ficción consubstanciales para que nunca sepamos cuál de los dos es el fantasma.
El segundo largo de Gomes es una película libre y estimulante que no resiste comparación, una obra incandescente y bucólica, moderna y romántica. La permeabilidad de los registros, la combustión a fuego lento de los grandes motivos que atraviesan el díptico, la mezcla carnavalesca de humores y sentimientos, y el deseo de volver a creer en el resurgimiento estival de una cultura popular desvanecida, hacen de Aquel querido mes de agosto una película discretamente revolucionaria.