Amores que no se olvidan
Es una tarea complicada hablar de Aquel querido mes de agosto, la película del director portugués Miguel Gomes ganadora de la competencia oficial del Bafici del año pasado. Me acuerdo que la vi en el festival y salí confundida de la sala; por un lado era consciente de que esta película inabarcable era simplemente bella, pero por otro lado no podía explicarme muy bien por qué.
Es que es tan sutil el trabajo de Gomes que resulta imperceptible el paso que da desde el documental a la ficción en Aquel querido mes de agosto. Cuando creemos que lo mejor que puede hacer la película es entregarnos al registro de un pequeño pueblo de Portugal y conocer las pequeñas anécdotas que las personas/personajes le cuentan a la cámara curiosa de Gomes, irrumpe la ficción con la historia de dos primos y todo lo que vimos hasta ahí se resignifica.
Lo encantador y mágico, si se quiere, es justamente la falta de un eje por donde uno pueda seguir la película. Todo es importante, todo está de alguna manera conectado y a la vez también, todo es caprichoso. Es como si el director hubiese elegido contarnos con las partes documentales la superficie, lo anecdótico del pueblo, con los grupos musicales que cantan temas empalagosos que nunca podrían haber sonado más felices (varios conocidos por nosotros de los Pimpinela), con pequeñas historias como la de esa pareja de viejitos que no se acuerdan cuántos años tienen, o como la del rengo que salta del puente. Todo esto para después ir cada vez adentrándose más y, a través de la ficción, atraparnos por completo hasta hacernos parte de la historia y ya no simples espectadores distantes y a la defensiva.
La segunda vez que vi la película traté de estar atenta a ese paso, a ir viendo las señales, a dilucidar qué era lo real y qué era parte de la historia que Gomes nos iba a contar, pero no pude. Resulta también muy poco importante estar concentrado en esos detalles cuando cada una de las situaciones que se van sucediendo es más rica que la anterior. El momento en que la familia protagonista de la ficción se reúne a festejar y vemos a ese vecino que empieza a cantar la tragedia que marcó la sospechosa relación entre la chica y su padre, contiene tanta tensión que podríamos enmarcar a la película como un melodrama solo por esa escena. Sin embargo, muy lejos está de serlo.
Sin duda esta es una película inasible, y como todo aquello que se nos escapa es imposible no querer abarcarla en su totalidad para seguir fallando en el intento, pero qué lindo que es fallar si en el camino se puede disfrutar tanto. La escena en la que los dos primos, integrantes del grupo musical, luego de haberse dado un primer beso (como solo una gran película nos lo puede mostrar) viajan en moto, ella agarrada de la cintura del chico, saludando a los motoqueros que los pasan por el camino, puede ser una pequeña muestra de cómo debería ser la felicidad.
Parece una tarea difícil recomendar a alguien que no sea cinéfilo una película que dura más de dos horas y media, con canciones intragables en cualquier otro contexto que irrumpen sin mucho sentido (por lo menos aparente) cada dos por tres, y en la que la historia aparece casi al final, pero qué desperdicio sería no hacerlo. Quién hubiera dicho que salir del cine tarareando Es mentira de los Pimpinela iba a ser sinónimo de salir feliz.