La música del azar
Aquel querido mes de agosto son, en realidad, dos agostos. En el primero, en clave documental -o de falso documental-, un grupo de rodaje sale a recorrer el interior de Portugal en busca de su película y de la película que su director va creando en su cabeza, paralela a la que se va desarrollando en la pantalla. El dinero no llega y el productor, perturbado porque la película comienza a girar fuera de control, increpa al realizador (Miguel Gomes, que interpreta al director y es, a su vez, el director de la película) por hacer caso omiso del guión original. Mientras tanto la película continúa, revelándonos los ritos, las historias, las expresiones de los pueblos del interior portugués, una suerte de mapa espiritual de la Portugal profunda, sin un ápice de condescendencia o ironía. Y nos muestra un rito en particular, la fiesta del pueblo, reuniones sociales muy similares a las peñas folklóricas autóctonas en las que se baila, se escuchan bandas de “musica ligeira portuguesa” y se juega. Pero nada más alejado del pintoresquismo que el método de registro de Gomes: el objeto a registrar no son las costumbres exóticas sino algo más inasible, una especie de profunda comunión entre la música popular y los estados de ánimo a los que induce, desde la alegría estival (lamentablemente transformada en mercancía en tantas publicidades de gaseosa) hasta la melancolía por el amor perdido, principal referencia retórica de la musica ligeira portuguesa y de Aquel querido mes de agosto.
Y así, de a poco, casi imperceptiblemente, la película empieza a ensamblarse frente a nuestros ojos. Comienzan a reverberar las historias que se amontonan desde los relatos en off, las entrevistas a lugareños y las canciones de amor, conformando una sinfonía narrativa que se compone en la marcha. Las historias son siempre múltiples, y no por cotidianas dejan de ser extraordinarias. Esta suerte de nudismo estructural que ostenta el film de Gomes, lejos de aplacar el misterio ligado a su génesis y desarrollo (a saber, ¿de dónde salió esta película y hacia dónde va?), lo acentúa: esconde su inquietante desnudez estructural con los paños de la deriva narrativa. Pero el productor se sigue quejando, quiere su película, y sin personajes no hay película. De repente, el equipo de filmación encuentra a una adolescente (Sónia Bandeira) que pasa sus tardes vigilando los montes en busca de incendios forestales mientras canta y baila en la caseta de vigía, y a un joven guitarrista (Fábio Oliveira) jugador de hockey. Una sobreimpresión sellará sus destinos. Boy meets girl; tenemos una película.
El vuelco hacia la ficción promediando el metraje recuerda al que realizan los últimos films de Apichatpong Weerasethakul, aunque a diferencia de la intención simétrica y de espejo del tailandés, ambas partes, la documental y la ficcional, se plantean como un continuo. El segundo mes de agosto, el de la ficción, cuenta la historia de un hombre cuya mujer lo abandonó por otro, de su hija adolescente (Bandeira), inquietantemente parecida a su madre, y del primo de ésta (Oliveira), que se une a la banda de padre e hija (de nombre “Estrellas del Alva”, con “v” corta, por el río que atraviesa el pueblo, en cuyo margen los amores se harán carne en secretos besos) para una pequeña gira por los pueblos del interior de Portugal durante sus últimas vacaciones antes de mudarse a Estrasburgo. Paulatinamente se va configurando un amable melodrama familiar, cuando los primos se enamoran y en el padre afloran unos celos que tienen algo de sobreprotectores y otro poco de complejo de Electra invertido.
Sin embargo, la puesta en escena de Aquel querido mes de agosto, plena de encuadres fragmentados y amplios fuera de campo, de largos planos y, aún en su luminosidad, de enigmáticas sombras, niega el modelo genérico clásico. Porque al igual que en Mysterious objects at noon de Apichatpong, las ficciones se van construyendo por azar, de forma comunitaria, y las imágenes dan cuenta del carácter espontáneo y transmutable de los relatos populares. Son narrativas omnívoras, capaces de fagocitar diversos temas y registros, de la misma forma que lo hace la película, que trasmuta la feliz deriva inicial por un no menos festivo relato de iniciación amorosa. Y en el plano final de la narración, en el que la joven convierte llanto en risa al igual que la película transita del documental a la ficción (simultáneamente, sin abandonar nunca uno o adoptar definitivamente el otro), Bandeira se luce, seduce. Mientras ruedan los créditos, el equipo de rodaje discute sobre la posibilidad de que se haya colado en la banda sonora música que jamás fue registrada, melodías furtivas escondidas en los bordes de la existencia. Porque si, como gustaba decir al zorro consejero del Principito de Saint-Exupéry, lo esencial es invisible a los ojos, definitivamente no lo es a los oídos.