Un verano para el recuerdo
La película portuguesa, ganadora del Bafici del año pasado, es un raro objeto poético, un film que comienza en las fronteras del documental, pero que lleva preñado en su centro el espíritu de la ficción, inspirada por el áspero cancionero romántico de la región.
En el comienzo de esta película extraña y fascinante, de una belleza a la vez simple y compleja, un equipo de filmación está preparando una toma poblada por una delicada hilera de piezas de dominó cuando el ingreso intempestivo del productor derriba todas esas fichas. De alguna manera, eso fue lo que le sucedió al director portugués Miguel Gomes (Lisboa, 1972) cuando tenía previsto empezar el rodaje de una película de ficción, un melodrama inspirado en canciones populares de la zona montañosa de Arganil, y de pronto todo el andamiaje económico del proyecto se desmoronó. Lejos de amilanarse, Gomes se cargó una cámara 16mm al hombro y, acompañado por un equipo mínimo y sin actores a la vista, viajó en pleno verano a ese rincón apacible del mundo para ir registrando todo aquello que fuera surgiendo a su paso. El resultado es un raro objeto poético, un film que comienza en las fronteras del documental, pero que lleva preñado en su centro el espíritu de la ficción, inspirada a su vez por el áspero cancionero romántico de la región.
Lo primero que llama la atención de Aquel querido mes de agosto es su libertad. El film de Gomes no es libre solamente porque atraviesa en uno y otro sentido, constantemente, las cada vez más permeables fronteras entre el documental y la ficción. A poco de andar, la película –ganadora del premio mayor del Bafici el año pasado– afirma su libertad en un gesto más profundo, en la manera aparentemente aleatoria y sin embargo cada vez más armónica en la que va engarzando sus distintas secuencias.
Un baile popular, el desfile orgulloso de un club de motos, la procesión de la Virgen, el estallido de unos fuegos de artificio o la encendida belleza de ese camión de bomberos que atraviesa parsimoniosamente una ruta boscosa podrían no tener en principio relación entre sí. Pero poco a poco –y allí brilla la marca del artista– van revelando su sorprendente pertinencia hasta configurar un delicado universo poético que se nutre de la realidad a la vez que la trasciende, dándole un sentido mayor.
En un film que se resiste no sólo a ser descrito sino también clasificado (¿cómo figurará en las bateas de los videoclubes: drama, documental, musical?), Gomes consigue ser a la vez concreto y abstracto. Parte de la prosaica superficie del mundo y la transmuta. Y allí donde podría verse apenas un universo fragmentado –del cual el realizador no necesariamente reniega–, su mirada va encontrando un ritmo y un orden nuevos, una cosmovisión.
Hay también una evidente libertad en la naturaleza de los personajes (empezando por ese loco que cada carnaval se enorgullece de arrojarse desde un puente), en la feliz indolencia a la que invita el verano, en la serena melancolía que se desprende de ese paisaje que induce al ocio, la contemplación y el amor. Porque hay finalmente una historia de amor en Aquel querido mes de agosto, un romance entre un muchacho y una chica muy jóvenes, que se va desarrollando y tejiendo sus redes de manera casi imperceptible entre los hilos del documental. Que esa historia de amor esté protagonizada por dos adolescentes a los que el film antes había presentado como gente del lugar, a la que se suma –con su desconfianza y sus celos– el padre de la chica, todos supuestos integrantes de un grupo musical de la zona, no hace sino darle al film un grado aún mayor de complejidad del que ya tenía cuando parecía trabajar solamente en el campo del registro de lo real.
La naturaleza esencialmente lúdica del film de Gomes y su estructura binaria nacen sin duda de esa imposibilidad inicial que tuvo que enfrentar el director, cuando no pudo hacer la película que tenía planeada originalmente. Pero su fuerza poética y su magia radican, se diría, en esta ficción en potencia que anida en el cuerpo del documental. Y que, como una crisálida, termina materializándose frente a los ojos del espectador. En este sentido, se trata de un film que no teme exponer los mecanismos de su metamorfosis. Por eso quizá sean redundantes las escenas donde el productor y el director discuten si deben o no trabajar con actores, un recurso del cine dentro del cine que no parece precisamente novedoso. Por el contrario, cuando Gomes filma en una taberna de pueblo las reacciones de los parroquianos ante una película que se hizo con ellos mismos como protagonistas (“Una Caperucita Roja en clave de terror”, afirma alguien) ya está allí el germen de lo que llegará a ser su propio film.
El mejor cine portugués siempre ha sido pródigo en estos cruces entre realidad y ficción. Basta con recordar No Quarto da Vanda (2000) y Juventude em marcha (2006), de Pedro Costa, que elevaban a los habitantes desplazados del suburbio de Fontainhas a la categoría de agonistas de estatura casi trágica. O toda la obra de de Joao Cesar Monteiro que va de A Comédia de Deus (1995) hasta Vai-E-Vem (2003), su última película, donde el director nunca deja de mitificarse a sí mismo. Pero mientras los films de Costa tienen una sustancia oscura y los de Monteiro una esencia casi viciosa, Aquele querido mês de agosto es, en cambio, en sus plácidas dos horas y media de duración, una película cálida, larga y luminosa como los días de verano en los que transcurre.