Una invitación a gozar
El verdadero cine, aquel que se propone salir en busca del mundo que nos rodea (sea para descubrirlo, sea para problematizar lo que se supone ya conocido), sigue estando lejos de las grandes salas de la ciudad: cada fin de semana se estrenan un promedio de cuatro o cinco películas que, en su mayoría, no tienen nada para decir sobre el hombre, la vida, ni de ésta tierra que contiene la infinita multiplicidad de la existencia. Si hay alguna excepción suele ser por mérito exclusivo del circuito de cines independientes de la ciudad, que de vez en cuando se animan a traer alguna de esas joyitas olvidadas por el mercado, para alivio y gozo de la siempre anhelante comunidad cinéfila. Y por eso es hora de celebrar, ya que el próximo jueves se estrenará en el Cine Teatro Córdoba (27 de abril 275) nada menos que Aquel querido mes de agosto, la película ganadora del premio mayor del Bafici 2009, que sin dudas será uno de los mejores estrenos del año.
Múltiple y moderno, libre como la vida que lo habita, Aquel querido mes de agosto es un filme inclasificable y complejo, que se opone diametralmente a los cánones que hoy dominan al séptimo arte, pero que al mismo tiempo es una obra absolutamente popular, accesible, vital y festiva, dueña de un optimismo existencial propio del tiempo que registra y de su naturaleza. Se trata además de un triunfo del cine sobre si mismo (o sobre sus presuntas adversidades y limitaciones), empezando porque en su origen hay un impedimento presupuestario que imposibilitó a su director, el portugués Miguel Gomes, rodar la película que pretendía. Y siguiendo porque su estructura formal pone en crisis todas las concepciones de género, porque bascula entre el documental y la ficción como si ambos fueran la misma cosa y porque reflexiona como pocas sobre la naturaleza del registro cinematográfico, mientras retrata la idiosincrasia de un pueblo y de una clase social, y cuenta aquella historia de amor que Gomes había querido narrar al principio de todo.
El escenario son las sierras portuguesas de Arganil en un verano cercano. Lo que comienza como un retrato documental de ciertos grupos de música popular, ciertas fiestas, tradiciones, bailes, ceremonias, leyendas y personajes del lugar irá transmutando casi imperceptiblemente en una historia de amor entre dos primos, con una disputa familiar de fondo, y con otra subtrama sobre la realización de la propia película en la que los realizadores son protagonistas. Lo excepcional del filme de Gomes es cómo su aparente caos formal, su aparente cambalache estético y narrativo, esconde un orden apenas perceptible que justamente busca reflexionar sobre el cine y sus límites, sobre la pertinencia de los cánones y las categorías, sobre la realidad y su representación, al mismo tiempo que trata las cuestiones humanas más básicas y supuestamente banales, como el amor romántico y adolescente, los lazos familiares y la vida en comunidad.
Todo lo que muestran los planos es real: los bailes populares, desfiles de motos, procesiones religiosas, diferentes tradiciones y personajes del lugar están aconteciendo y contando sus vidas en ése momento. Pero al mismo tiempo todo tiene algo de ficción, como queda claro en la escena de aquél hombre que cuenta su vida a la cámara mientras la mujer, ubicada atrás en un lugar de subordinación, desmiente y contradice sus afirmaciones. Los límites se borran, y Gomes deja parece decir que todo registro es una ficción, así como todo relato está atado indisolublemente a la realidad.
Pero hay mucho más para ver y sentir en Aquel querido mes de agosto: esencialmente poética y lúdica, la película trasunta una disposición de espíritu particular, que se puede apreciar no sólo en los múltiples bailes y conciertos que registra (con aquella música tan ninguneada con el calificativo de “popular”), sino también en las escenas donde el equipo de filmación discute sobre la película (el productor vive reprochando a Gomes que no filma lo que dice el guión), y donde parece haber una invitación a ver el cine como un juego gozoso, mágico y vital, que no puede escindirse de su entorno, sino que debe preñarse de la vida de su comunidad. De allí que la traducción formal de la película sea una hegemonía casi absoluta de los planos medios y generales, con muchos pasajes de planos secuencia que no sólo confirman el carácter realista del filme, sino que revelan una concepción del cine comunitaria, colectiva, que busca impregnarse de la vida social y simbólica de un tiempo y una sociedad específicas. El cine, en fin, como una pasión esencialmente popular, que deviene en una construcción social, como en aquel gran pasaje donde Gomes presenta a los campesinos del lugar una película filmada con ellos como protagonistas (una “versión de terror de Caperucita roja”, indica), sólo para captar sus reacciones al verse proyectados en la gran pantalla.
Hay muchos pasajes reveladores como éste: desde la misma apertura del filme, donde un zorro se acerca sigilosamente a una jaula de gallinas para atacarlas (síntesis magistral de la concepción del cine del propio Gomes, el cineasta como un cazador atento de la realidad), hasta el cierre de la historia de amor, ciertos hallazgos en las historias de los pobladores del lugar, o los pasajes en donde el director y su equipo discuten la realización de la película (con un sentido del humor sutil pero bien irónico). Hubo quien criticó el cierre del filme por su supuestamente excesiva autorreferencialidad, acusando a Gomes de ser una especie de nihilista incurable. Bien al contrario, quien firma estas líneas piensa que la última escena (donde todo el equipo discute con el sonidista sobre la naturaleza de su trabajo) revela la esencia lúdica de la película, es un pasaje de comedia muy logrado que encima plantea un dilema ontológico sobre el cine y la realidad. Quedará al lector decidir su posición. Por lo pronto, lo seguro es que, al menos por una vez, nosotros también estamos invitados al juego del cine (por las dudas, recuerdo que será desde el jueves al domingo en la sala del Teatro Córdoba).
Por Martín Iparraguirre