Historias populares
Aquel querido mes de agosto, ganador del Bafici 2009, es una película inclasificable. ¿Una ficción de naturaleza documental? ¿Un documental camuflado en términos de ficción? Esta epifanía de la vida misma en fotogramas parece ser en su primera hora una recolección de relatos y fiestas populares, a veces interrumpidos por una escena recurrente: un productor discute con un director el diario de filmación de una película.
Así, un encuentro de motoqueros, conciertos nocturnos que bien pueden remitir al cuarteto cordobés, procesiones religiosas, la proyección de un filme de terror interpretado por habitantes de la región, y personajes que cuentan historias extraordinarias del lugar constituyen, una región del centro de Portugal. Miguel Gomes parece traducir en imágenes la historia oral de un pueblo.
Más tarde, la supuesta historia del filme empezará a ocupar el relato. El productor deviene en personaje y será el padre de una adolescente virgen. Ella vivirá un romance con su primo mientras éste y su familia pasan sus vacaciones en Arganil. Un melodrama edípico e incestuoso repiquetea en el relato. En una confrontación musical, los versos de los copleros explicitarán la tensión edípica, aunque nada habrá de perverso aquí: es el dolor de un hombre adulto aferrado a su hija como sostén emocional.
Hay varios pasajes memorables. El misterioso plano inicial en donde un zorro intenta capturar unas gallinas es quizás una metáfora del cine como un arte de cazar lo real en su indetenible transitoriedad, plano que será complementado por una discusión cómica y filosófica entre Gomes y su sonidista sobre las posibilidades del cine de capturar (objetivamente) lo real.
En la senda de Renoir y Tati, Gomes quizás no haya conseguido del todo realizar una “especie de musical de Minelli”, en clave popular y no ciudadana, pues la película excede ese género clásico de Hollywood en el que la felicidad y la fantasía son la regla. No obstante, Gomes ha canalizado la música cósmica de una región del universo. Su película vibra en los sonidos de Arganil y nos brinda una imagen de nosotros mismos, animales narrativos, que en nuestro deseo de ficción intentamos conjurar la insignificancia del universo.