Los trabajos y los días en el cerro
Segundo film de la trilogía iniciada por Soy Huao (2009), dedicada a pequeñas comunidades de América latina que aún conviven de manera armoniosa con la naturaleza, Arrieros –selección oficial del Festival de Mar del Plata 2010 y premio al mejor documental en el Festival de Tandil 2011– está rodada en plena Cordillera de los Andes, en la frontera entre Argentina y Chile. Y como señala la inscripción del prólogo, la gente que retrata reside a no más de dos horas de auto de Santiago de Chile, aunque se diría que son años luz los que separan la vida rural de la familia Covarrubias, eje del film de Juan Baldana, de cualquier experiencia urbana.
El cielo limpio, nítido, y los colores puros como el aire es lo primero que impresiona del registro de Baldana, un documental de observación que tiene la deferencia de abjurar de comentarios, voz en off o reportajes a cámara. Los que hablan en Arrieros son los trabajos y los días: el arreo de los animales (cabras, caballos) a la luz cristalina de la primera mañana, pero también los rituales cotidianos del ordeñe del rebaño y la faena de carne, o la fabricación de pan y quesos caseros, amasados amorosamente a mano.
La producción artesanal de comida tiene un lugar central en Arrieros, porque expone no sólo la manera en que los Covarrubias y sus vecinos se alimentan de lo que ellos mismos generan sino también porque da cuenta de una fuente extra de ingresos, con la venta de productos caseros a los escasos turistas que se aventuran por esos pagos. Quienes a su vez dan pie a algún apunte simpático. “¿Tiene baño por aquí?”, pregunta una forastera. “Todo el cerro es un baño”, le responden, mientras la cámara recorre esa inmensidad.
La tradición familiar y el aprendizaje de las tareas rurales por parte de los tres chicos de la familia también ocupan buena parte del metraje de Arrieros. Los pibes no sólo se instruyen empíricamente en la yerra o el ordeñe; también escuchan por la noche los relatos de los mayores (regados por una generosa damajuana de tinto) o las hazañas de un tal Martín Fierro, y cantan alegres alrededor de la luz ardiente de un fogón. Este retrato idílico, rodado en pleno verano, cuando las condiciones climáticas son más benignas, invita a preguntarse sin embargo qué es de esos chicos y de su educación formal cuando llega el invierno, un interrogante que la película de Baldana ni siquiera se plantea, demasiado enamorada como está de la belleza de esos parajes.
En Arrieros hay también un problema de montaje, casi de respiración se diría. La edición del material es errática, como si todo lo que aparece en cámara tuviera el mismo valor, lo que produce un efecto paradójico: los momentos más intensos –la faena de un corderito o la estampida de una tropilla de caballos, por caso– se diluyen entre las circunstancias más serenas y rutinarias, sin llegar a generar una curva dramática. El ritmo de cada plano, a su vez, no tiene (afortunadamente) el vértigo que impone la televisión, pero tampoco la densidad de un plano cinematográfico, que invite a la reflexión. Hay algo superficial en el planeo del film sobre esa comunidad, como si el trabajo de campo previo o de rodaje no hubiera sido suficiente para un film que termina abruptamente a los 84 minutos y que tanto podría durar más cuanto menos, si tuviera más claro su objetivo.