Montevideo, capital de la Suiza de América. Años sesenta, Ciudad Vieja. Un entramado de oficinas grises abrumadas de trabajo: comprar y vender dinero. El puntilloso escenario en el que el director Federico Veiroj (Belmonte, La vida útil) ubica a su personaje, Humberto Brause (un Daniel Hendler perfecto, y con extraños dientes), que es sólo gris en apariencia.
Como aprendiz y protegido de un cambista importante (Luis Machín), que pronto será su suegro, queda claro que Brause tiene mucha ambición y pocos escrúpulos. Los negocios, cada vez más turbios, incluyen lavar dinero de la política, ubicándolo en el centro de escándalos de corrupción. Y, a medida que la situación política de ambas orillas se va poniendo oscura, mezclándose con las valijas de dólares que huelen a sangre y tortura. Y convocando al peligro cercano y real, en el siniestro personaje de Benjamín Vicuña.
Con un retrato de época impecable, e implacable, Veiroj, en su película de narrativa más clásica y producción más grande, se acerca al tono de los hermanos Coen, con cierto humor negro y un patetismo que no perdona a nadie en su grupo de personajes. Brilla ahí, especialmente, la Gudrun que compone Dolores Fonzi, como la esposa de Brause. Una mujer dura y misteriosa que se mantiene firme e impasible en un matrimonio infeliz, tomando lo que le ofrece el ascenso social sin hacer preguntas. La historia del cambista, basada en un relato del mismo título, funciona como ventana para mirar un pedazo de la trágica historia reciente desde el ángulo poco explorado por el cine rioplatense: el de los negocios que florecían en sus sótanos. No hacen falta carteles señaladores, bajadas de línea ni subrayados. Veiroj cuenta una historia, y arma un film de género, con garra, inspiración, sutileza y cinefilia. En el que una maravillosa escena final, en apariencia serena, con diálogos dichos al paso y sin mirar a los ojos, puede resultar más devastadora que la más terrorífica de las secuencias de acción.