Un rompecabezas con final inesperado
Aunque no esté tan logrado como su debut, no faltan virtudes en el segundo film del realizador de Plan B. El nudo es la compleja trama que arma un alumno para enredar a su maestro.
Ganadora del Premio Teddy al Mejor Film de Temática LGTB en la última edición del Festival de Berlín, en Ausente el realizador Marco Berger (Buenos Aires, 1977) vuelve a problematizar el vínculo homosexual, tal como había hecho en su ópera prima, Plan B. En ambos casos, Berger, autor de los guiones de sus películas, pone ese vínculo en el marco de una pequeña conspiración. En Plan B, un tipo bastante psicopatón se hacía pasar por gay para levantarse al nuevo novio de su novia y destruir así la relación entre ambos. Ahora, en Ausente, para curtirse a su profesor de Educación Física, un alumno de cuarto año de la secundaria urde toda una serie de engaños, rozando la trampa, el acoso y la extorsión. No sólo la situación es más inquietante, sino que también el tono de Ausente es decididamente más oscuro que el lúdico, luminoso film previo. En verdad, Plan B era una comedia y Ausente es, en el más estricto de los sentidos, una tragedia. Lo cual no quiere decir que sea un film del todo logrado, manteniendo su interés tal vez en un plano más potencial que real.
Fotografiada en digital de alta definición, desde un primer momento se impone, en Ausente, una sensación de “gato encerrado”. Chico de colegio privado, durante una clase de natación, Martín (Javier de Pietro) alega sentirse mal, por lo cual su profesor, Sebastián (Carlos Echevarría), lo lleva a un hospital. Lo revisan, no tiene nada, dice no tener la llave de su casa ni forma de comunicarse. Sebastián lo “aguanta” un rato en su departamento, invitándolo luego a pasar la noche. Alguna vecina metida y el encargado del edificio, que los ve irse juntos a la mañana, ponen el condimento paranoico. En la escuela, revelaciones mínimas pero inesperadas terminarán de complicar la situación, con la lógica persecuta por parte del profesor. De allí en más la cosa no hará más que escalar, incluyendo un brutal golpe de guión y algo parecido a una revelación final, de ésas que obligan a ver la película entera por un espejo retrovisor.
Ausente no se parece en nada a Plan B. Allí donde había ambientes barriales, naturalismo y rusticidad, ahora hay una zona residencial, uniformes de colegio privado, departamentos de fría elegancia minimalista. De modo concordante, también la fotografía es “fría” y despejada. Cierta brumosidad propia del digital está aprovechada en sentido dramático. La puesta en escena fragmenta el espacio. Esto, que se hace evidente en una escena introductoria enteramente construida en planos detalle, no parece gratuito. Lo que se muestra a ojos del espectador es un rompecabezas visual al que siempre le faltan piezas (contraplanos que no están, desenfoques, fueras de campo), y eso sucede también en términos dramáticos. El espectador va descubriendo la trama que arma Martín (está magnífico el debutante Javier de Pietro) a través de los ojos de Sebastián. Tal vez esa suerte de gran subjetiva justifique que la película vaya destapando las cartas de Martín, pero se guarde las de Sebastián... hasta la escena final.
En cualquier caso, se trata de una estrategia narrativa que le deja al espectador pocas cartas en la mano –para continuar con la metáfora de naipes–, quitándole chances de participación. Como a su vez el tono tiende a ser excesivamente grave y reconcentrado, con apenas un par de bienvenidas disrupciones, Ausente se ve siempre desde una distancia entre contenida y enrarecida. Enrarecimiento que incluye un buen grado de artificio (difícil saber si buscado o no), con situaciones entre forzadas y difíciles de creer (toda la trama que arma Martín, un roce improbable en casa del profe), así como algunas desconcertantes decisiones estéticas. La música, fundamentalmente. El recargado sinfonismo y el énfasis dramático de Pedro Irusta (solicitado, sin duda, por Berger) no tienen la más mínima relación con el desdramatizado minimalismo imperante. ¿Funciona acaso ese ostentoso desfase? ¿O, por el contrario, distrae?
Más allá de esas dudas y cuestionamientos –a los que desde ya debe sumársele un golpazo de timón tan crucial como difícil de admitir–, no se comprende por qué todas y cada una de las figuras femeninas (la novia de Sebastián, interpretada por Antonella Costa; la de Martín; una vecina; una empleada del colegio) son tan irremediable y parejamente tontas. ¿Tal vez porque así las ven los protagonistas? De ser así, ¿por qué hacer esa asociación entre homoerotismo latente y misoginia galopante? También en ese punto parecería haber, como en otros (más allá de una buena cantidad de detalles estimables y hasta logrados), cierto grado de confusión o de capricho, cuestiones no del todo bien resueltas, algo que tal vez escapó de control.