¿Qué ves cuando me ves?
Filme austero y logrado de profunda humanidad.
Martín (un sobresaliente Javier De Pietro), un alumno de cuarto año de colegio privado, toma su clase de natación y de repente una molestia ocular obliga a Sebastián (gran trabajo de Carlos Echevarría), su profesor, a que lo acompañe a una guardia. Ese percance origina una seguidilla de desencuentros que dejan, por ese día, al adolescente fuera de su casa, sin llave, sin celular y sin mayor responsable que se haga cargo de él. El docente, con todos los inconvenientes que puede ocasionarle semejante decisión, lo lleva a su departamento a pasar la noche.
Ausente, la segunda película de Marco Berger (que se dio a conocer con la interesante Plan B), se desenvuelve como un thriller que aporta datos sesgados, oblicuos, indirectos y va sumiendo al espectador en una inquietante trama que parece, a pesar de su simpleza, decir más de lo que dice, contar más de lo que muestra. Y de repente el primer quiebre devela y vuelve a ocultar -anticipando la ausencia (en este caso premeditada, finalmente involuntaria) definitiva-, para dejar colocado al público en otra tensión que ya no tiene que ver con el suspenso de lo que vendrá sino con el devenir de la relación establecida que ahora fluirá en los terrenos de cierto drama existencialista.
La ambigüedad es esencial tanto como eje conductor en la filmografía de Berger cuanto como eficaz herramienta interpretativa para la deconstrucción crítica. Nada más transparente que los vidrios que parecen multiplicarse en la puesta en escena de la película y sin embargo nada más opaco que esa imagen que se proyecta en o a través de ellos. Nada más ausente que quien ya no está y a la vez nada más presente que esa ausencia. Nada más placentero que el deseo y al mismo tiempo nada más mortificante.
Martín se mira en cuanto espejo encuentre en su camino. Es una constante. Se arregla el pelo, hace algún que otro mohín, pero no se podría afirmar que lo suyo es veleidad o narcisismo. Más bien todo lo contrario. Hay una búsqueda en su mirada reflejada. Como si quisiera asirse, como si confiara en que esa imagen le dará la razón de ser. Más allá del freudismo o el lacanismo (pero sin olvidar su poder simbólico) que dieron forma al “estadio del espejo” como instancia formadora del yo, el simple mecanismo de la cotidianeidad visual (exacerbada) de estos tiempos es a la vez llamativa y no. Martín se muestra como un adolescente común y corriente, algo parco, un poco tímido, y de repente asoman gestos mínimos, pequeños detalles que siembran dudas sobre esta apreciación. ¿Qué quiere? ¿Qué busca? ¿Qué persigue? En ese camino el cruce con su profesor será revelador. Para ambos.
Berger saca provecho de un elenco acertado y construye una puesta en escena clásica y plástica (donde la iluminación y la música intensifican los climas), pero también fragmentada tanto en forma como en fondo, y vuelve a encuadrar la cámara a determinadas alturas corporales que inevitablemente llaman la atención (genitales y culos, no necesariamente desnudos pero tampoco evitándolos) sorteando la delgada línea que separa el morbo de la naturalidad sexual y colocando al espectador en una productiva incomodidad visual.
Abundan los planos de ojos y miradas y los cruces de éstas resultan fundamentales para completar lo que las palabras no pueden (y no sólo en la relación de los protagonistas sino además en la que aportan los terceros: el encargado del edificio, la vecina, las docentes). La importancia de los códigos no verbales (posturas corporales, gestuales, etc.) se aúnan con la palabra para mostrar ese intrincado camino que debe atravesar quien ha optado por una sexualidad diferente. Si la identidad sexual está puesta en juego, o más aún la elección del objeto de deseo no responde a la heteronorma, más difícil encuentra la manera de expresarse y más complicada la identificación. Pero nada de esta teoría se declama en parlamentos o frases altisonantes, simplemente se desprende de la trama narrativa, de la (in)determinación de los personajes, del decurso de los hechos. De ahí su universalidad. Por eso duele el cachetazo, por eso nos conmovemos por lo que “ocurre” en ese vestuario final. Porque nada de lo humano puede sernos ajeno. Y si de algo (entre otras tantas cosas) puede hacer ostentación Ausente es de su profunda y sincera humanidad.