En 2023 habrá pasado cien años desde el asesinato del bandido rural Andrés Bazán Frías por gatillo fácil, y sin embargo la sociedad argentina sigue avalando un sistema punitivo tan lombrosiano y clasista como aquél que se encarnizó con el Robin Hood de Tucumán. Así lo prueban Lucas García y Juan Mascaró en la docuficción cuyo título retoma el apellido del ladrón de comida, ejecutado por un agente de policía: Bazán Frías, elogio del crimen.
Los realizadores explicitan su perspectiva ideológica apenas comienza el film, cuando citan una frase de Michel Foucault en Vigilar y castigar, y poco después cuando acompañan la descripción castrense o judicial de Bazán Frías con imágenes de tucumanos contemporáneos que transitan por veredas de la capital provincial. La ilustración de ese informe fisonómico con rostros morochos pone en evidencia, por un lado, el trasfondo racista de la tipificación seudocientífica y, por otro lado, el peligro que supone la criminalización por portación de cara como reza el dicho popular.
A priori suena excesivo que una sola película cuente la historia de un bandido devenido en patrono de los presos, documente los entretelones de la recreación cinematográfica que un grupo de convictos le dedicó a esa vida condenada de antemano por el Estado y la prensa, contraste el presente de estos reclusos con los lugares comunes que la opinión pública nacional repite sobre delincuencia, justicia y seguridad. Sin embargo, García y Mascaró muestran con destreza que éstas son las piezas de un rompecabezas, en este caso abordado desde una perspectiva secular.
Sobre todo a partir del doble protagonismo acordado a la actriz Alejandra Monteros –como narradora en off y como integrante del elenco que lleva adelante la mencionada representación artística– los realizadores acortan progresivamente la distancia con los internos del tristemente célebre penal de Villa Urquiza. De esta manera, Bazán Frías… derriba más de un prejuicio alimentado por ese fenómeno socio-político y cultural que el penalista Raúl Zaffaroni denomina “criminología mediática“.
De mayor a menor medida, los argentinos relacionamos Tucumán con nuestra declaración de independencia (de la corona española), con el caudillo Bernabé Aráoz, con la zamba Al jardín de la República de Virgilio Carmona, con la cantante Mercedes Sosa, con el cantautor, productor y gobernador Ramón Palito Ortega, con el trabajo esclavo en la zafra, con el Operativo Independencia ordenado por la Presidente María Estela Martínez de Perón, con el sanguinario Antonio Bussi y su hijo Ricardo, con el comisario Mario Malevo Ferreyra. Este último personaje es nombrado en el largo, concretamente por una mujer que exige “mano dura” como se pedía en tiempos de la Triple A y de la dictadura cívico-militar de 1976-1983.
A partir de esta intervención, García y Mascaró destacan la recta histórica que vincula la época de Bazán Frías con un presente siempre dispuesto a justificar e incluso a alentar la violencia institucional contra cierto tipo de delincuente. Entonces la provincia norteña se revela como un botón de muestra de una mentalidad punitiva de envergadura nacional.