Belmonte seguramente sea la película de Federico Veiroj más personal, la más expuesta, la que prueba soluciones estéticas nuevas y se confía menos a formas conocidas, como lo hacía La vida útil, que reenviaba al universo afectivo de la cinefilia y del cine moderno, y El apóstata, que trataba de apropiarse de un relato de iniciación en clave decimonónica. En esas películas se entendía rápidamente en qué terreno se estaba: las expectativas que traían esos mundos proveían una legibilidad casi inmediata. En Belmonte, en cambio, no se sabe con seguridad, cuesta más ubicarse. Se tiene la certeza, eso sí, de que se trata de la historia de un artista que va a contarse rechazando voluntariamente la sátira malevolente. En el comienzo, Belmonte, pintor, vende dos cuadros a un cliente y la transacción se desarrolla con toda la naturalidad posible. Parece que el mundo del arte contemporáneo en el cine también puede ser eso, algo distinto de la caterva de arribistas y estafadores que desfilan por The Square o por Mi obra maestra. El relato sigue al protagonista en su vida cotidiana hecha de pequeños desencuentros familiares y ahí se esboza un drama realista pero contenido que se fija menos en los conflictos que en la manera en que el personaje los internaliza, como si los llevara en el cuerpo. La historia lanza de a poco a Belmonte por el camino del creador mal adaptado que usa su arte como catársis, y la propuesta inicial, un poco más misteriosa, que prometía algo nuevo, da paso a otra cosa: un relato que alterna entre el desarrollo dramático del personaje y la generación de escenas que rozan lo onírico y subyugan. Escenas como la de la costanera, cuando Belmonte, desesperado, va allí y se encuentra a un montón de personas escuchando a un cantante: la cámara se mueve despacio y releva en el auditorio toda clase de posturas y gestos hasta detenerse en un sable tirado en el piso que Belmonte trata de levantar (alguien lo detiene) y, acto seguido, se acuesta en el suelo, abatido, mientras escucha la canción y, tal vez, aligera los problemas con la compañía de los demás. La belleza evanescente de ese momento y de otros (como cuando la hija realiza ajustes a la curaduría de una muestra del padre mientras este yace en un banco del museo con la mirada perdida en la ventana) exhibe un brillo propio que opaca la historia algo más simple, más cómoda, del artista que está en guerra con el mundo porque no sabe vivir consigo mismo.