Agridulce y melancólica como buena película uruguaya, algo salva a Belmonte de ser una de las tantas en las que no pasa nada y el tedio gana la partida. Tal vez sea el carisma de su protagonista, con su eterna cara de fastidio; o las sutiles pinceladas de humor que aparecen por aquí y por allá; o los toques fantásticos, también escuetos; o la contemplación de un mundito interesante. El mundito de Javier Belmonte.
Es un hombre de cuarentipico al que no le va tan mal. Vive de sus pinturas, algo que pocos artistas consiguen; tiene una hija de unos ocho años que lo quiere; las mujeres caen rendidas a sus pies sin que él haga nada para lograrlo. Belmonte no cree en el amor ni en que pueda existir algo llamado carrera. No tiene muchas más ambiciones que pasar un tiempo con la nena y pintar tranquilo, sin que nadie le rompa mucho la paciencia. Y tiene esos modestos objetivos más o menos encaminados, pero parece disconforme, enojado. Descubrir la lógica interna de este rebelde sin causa quizá sea el mayor atractivo de la película.
Esta historia mínima que bien podría transcurrir en los años ’80 -Montevideo y su efecto retro- marca la primera actuación protagónica de Gonzalo Delgado (la segunda debería ser en una biopic del ex futbolista de Independiente, Dany Garnero), coguionista de Whisky y director de arte de varias producciones a ambos lados del Río de la Plata. Él es el autor de las pinturas de Belmonte: la mayor parte de ellas, desnudos masculinos que marcan el paisaje de la película.
La paternidad, la masculinidad, el desconcierto de llegar a esa edad en la que el final está más cerca que el punto de partida (con la voz de Leo Masliah cantando Imaginate m'hijo como contraseña). Cada quien le buscará un significado a este significante cáustico y adusto llamado Belmonte que, ajeno a interpretaciones, se carga sus pinturas al hombro y va.