Luego de Acné, La vida útil y El apóstata, el título de la cuarta película del uruguayo Federico Veiroj continúa algo así como un proceso de individualización: Belmonte se centra en Javier Belmonte, un pintor en un buen momento profesional, un padre atribulado, un hijo que se preocupa por sus padres y un exmarido que no puede aceptarse como tal, más allá del tiempo y las evidencias.
Este retrato panorámico podría parecer trillado, pero las películas -una vez más- no se definen por su argumento. Y, como ocurría en El apóstata, Veiroj demuestra que su cine tiene personalidad, nada menos: seguridad y aplomo estilísticos para evidenciar dudas, fluidez narrativa para desarrollar personajes en medio de trabas e imposibilidades. Y prueba una vez más que puede caminar las sendas más difíciles en cuanto a influencias y salir más que airoso.
Los españoles Luis Buñuel y Francisco Regueiro no son referencias sencillas, y no son arbitrarias: Veiroj puede incluir amargura irredenta, momentos de calidez que irrumpen de forma imprevista, un manejo deslumbrante de cada elemento del cine -los usos de la luz y de la música son especialmente notables- y esa visión que no reniega del absurdo, pero no para poner distancia y frialdad sino para volver a apostar por mundos y vidas imposibles pero probables, reconocibles.