Un pintor en su laberinto
El cuarto largometraje del director de El apóstata puede ser leído como un ensayo, no exento de humor, sobre la masculinidad en crisis.
Javier Belmonte es un pintor montevideano especializado en desnudos masculinos, de pocas palabras y escaso rango expresivo, cuya obra goza de cierto prestigio al otro lado del Río de la Plata. Sin embargo, parece abrumado, incapaz de recomponer su vida tras divorciarse de la madre de su hija Celeste, de quien aún se muestra pendiente a pesar de que ella espera un segundo hijo con su nueva pareja. En la primera escena de la película Javier le muestra sus obras a un comprador. Colocando al pintor delante de una de ellas y a partir de un juego de superposición creado por el punto de vista de la cámara, el uruguayo Federico Veiroj, director de Belmonte, consigue que el pene de la figura pintada en el cuadro que está detrás parezca ser el de Javier, provocando un momento cómico algo adolescente pero de gran poder simbólico.
Belmonte, cuarta película de Veiroj, puede ser vista como un ensayo sobre la masculinidad, categoría que a partir del vigor que han ganado en los últimos años las miradas femeninas (y feministas) del mundo ha quedado en el ojo del huracán. Y una masculinidad en estado crítico que intenta volver a reconocerse a sí misma es uno de los temas de la película y aquel chiste justo en el comienzo parece ser útil para plantear certezas –no hay hombre sin pene– pero también preguntas: ¿hay pene sin culpa? Como si él mismo fuera pintor, Veiroj perfila con trazo firme el retrato de un hombre en crisis, con situaciones no resueltas en los vínculos con sus padres y cuya hija funciona como única ancla que aún lo mantiene conectado con la realidad.
Javier necesita del vínculo con su hija, pero al mismo tiempo se encuentra con la resistencia de la madre, que si bien tiene la paciencia suficiente para soportar las inseguridades de su ex, también se muestra reticente a permitir que la nena pase un día a la semana más con él. La película registra con ternura la forma en que este tipo vulnerable tropieza consigo mismo, con sus propias taras masculinas, mientras se pega a su hija. No es extraño que Veiroj rodeara a su protagonista de otros hombres (amigos, hermanos, padre), que tal vez no sean demasiado útiles para ayudarlo a encontrar la salida de los laberintos en los que está metido, pero que a su manera se esfuerzan por acompañarlo y sostenerlo como pueden.
Tampoco es raro que las mujeres sean para Javier un enigma difícil de comprender y quizá por eso se aferra a su hija como a un mapa que le permitirá resolver el misterio. En ese sentido resulta emblemática la escena en que, mientras contempla los cuadros en el atelier de su padre, la niña le pregunta por qué siempre pinta hombres desnudos. Como si se tratara de una pregunta infantil y su respuesta fuera obvia, Javier contesta: “porque soy hombre”. Pero la niña, freudiana a fuerza inocencia y sentido común, insiste: “Sí, ¿pero por qué desnudos?” La escena termina con el pintor haciendo mutis, urgido por la vergüenza de su propia desnudez puesta al descubierto.
El trabajo del actor Gonzalo Delgado interpretando a Javier es impecable: en apariencia seco y minimalista, posee sin embargo una expresividad contenida que, como si se tratara de un extracto, obtiene su potencia de la concentración. Con una nobleza que tiene en cuenta por igual tanto a los personajes como al público, Veiroj logra que la historia fluya con gracia en busca de respuestas para interrogantes expuestos claramente y con sinceridad. De este modo, Belmonte vuelve a ser, como ocurre con el resto de la filmografía del director nacido en Montevideo, un retrato que parece tener tanto de personal como de oriental. Características propias de las que, sin embargo, es muy fácil apropiarse como espectador.