Un porteño en el Vaticano
La película del Papa Francisco es una hagiografía deshonesta, torpe
y delirante de Jorge Bergoglio.
Era inevitable: llegó la película del Papa. No es la primera. Este año se estreno el documental de Miguel Rodríguez Arias Francisco de Buenos Aires y seguramente hay unos cuantos dando vuelta por el mundo. Pero esta es la primera película de ficción que además tiene un nivel de producción importante. La dirige Beda Docampo Feijóo, que a fines de los ‘80 tuvo un par de aciertos que brillaron en el panorama gris del cine argentino de aquel momento y luego en los '90 emigró a España.
Tengo el reflejo de abordar la película desde su temática porque es lo más sencillo y lo primero que salta a la vista. La metamorfosis que sufrió en el imaginario colectivo Jorge Bergoglio cuando se transformó en Papa Francisco fue asombrosa para una persona tan ajena a la religión (en particular a la católica) como yo. Por supuesto que el Gobierno Nacional fue responsable de transformar a Bergoglio de un retrógrado cómplice de la dictadura en un progresista luchador por los derechos humanos, pero percibo que este movimiento no se dio sólo en las altas esferas gubernamentales.
Olvidemos por un rato que Francisco. El padre Jorge es una biopic del Papa Francisco, y olvidemos todo el contexto político de Jorge Bergoglio, el Gobierno y demás. Pensemos a la película simplemente como una película que cuenta una historia. Abstrayéndonos, entonces, del contexto, podemos decir que la película es inusualmente mala. Casi no es una película sino una sucesión de escenas que no conforman un todo orgánico y vital.
Está la escena de juventud en la que Jorge descubre su vocación, después viene la escena en que está en el seminario y conoce a una chica, después cuando tiene una reunión con un militar en donde se ve que intentó salvar a unos jesuitas de la dictadura, después viene la escena de la vieja paqueta que quiere que echen a los bolivianos del país y él le discute, etc. Una después de otra como para ir cumpliendo a desgano con la información que se quiere transmitir: Bergoglio es bueno, Bergoglio es valiente, Bergoglio está en contra de la xenofobia (ponele una señora xenófoba en el aeropuerto), Bergoglio es humilde (ponelo en una escena tomando mate). Y como la película tiene un cast de figuras, se da la gracia de que cada escena tiene una: están Laura Novoa y Leonor Manso como la madre y la abuela, que pronto desaparecen y dan paso a Jorge Marrale, “El amigo”. Pronto Marrale desaparece por el costado del escenario y llega el numerito de Leticia Brédice. Alejandro Awada, Carola Reyna, Gabo Correa, Pablo Brichta y un puñado de actores españoles se suceden, uno tras otro, interpretando distintos papeles que iluminan distintos aspectos de la personalidad de Bergoglio. Una personalidad totalmente chata, sin ambigüedades ni claroscuros.
Y acá llegamos al contexto. Si la película por sí misma es mala, contextualizada es peor. Que Bergoglio no tenga ambigüedades y sea un santo, perfecto e invencible, poseedor de todas las virtudes existentes y por existir, no sólo hiere de muerte las posibilidades dramáticas de la película, sino que además resulta risible cuando pensamos en el personaje de la vida real.
Además, el guión esquiva todas las oportunidades que tiene para aludir al Gobierno argentino. El periodista que lo acusa de ser cómplice de la dictadura no es, como ocurrió en la realidad con Horacio Verbitsky, parte de un Gobierno que lo tenía como enemigo, sino un lobo solitario, loco y paranoico, anticlerical hasta la parodia. Los “intereses” que constantemente se dice que afecta Bergoglio con su prédica nunca son individualizados, son siempre “grandes intereses”, abstracciones que cada uno puede rellenar con el villano que prefiera (empresarios, militares, obispos de derecha o una vieja de Recoleta que putea a los bolivianos).
Para cualquiera que tenga cierta sensibilidad cinematográfica, la película es torpe. Para un argentino que vivió la metamorfosis de Bergoglio en Francisco, es directamente delirante.