Cómo no contar nada
Siendo uno ateo y no precisamente simpatizante de la figura de Jorge Bergoglio, lo mínimo que le podía pedir a un biopic como Francisco, el Padre Jorge es que me generara instancias de discusión con lo que se estaba contando, un posicionamiento que me obligara a reflexionar sobre lo que yo pienso o creo. Material había, porque Bergoglio ha sido una persona que ha jugado papeles decisivos en el ámbito político, religioso y cultural en nuestro país -y ahora el mundo- en las últimas décadas, y que para llegar a donde llegó seguramente recorrió un largo camino, plagado de obstáculos, de avances y retrocesos, de aciertos y errores, de luces y sombras. Pero el film de Beda Docampo Feijóo no está ni cerca de lograr estos propósitos, porque al fin de cuentas no termina de contar absolutamente nada.
Ya desde el comienzo la película deja en claro que no sabe siquiera qué narrar, con una secuencia inicial donde la periodista española que busca armar la biografía de Bergoglio -ya consagrado como el Papa Francisco- realiza un recorrido turístico que carece de absoluta verosimilitud dentro del relato -por su didactismo pomposo, por lo improbable de que una periodista se ponga a hacer un recorrido turístico que no le va a brindar ningún dato que pueda averiguar por otras fuentes- y que encima tiene una ridícula aparición de Leticia Brédice como una improbable guía. Esos primeros cinco minutos, que dan vergüenza ajena, dan después lugar a un intento por incluir todos los aspectos de la vida de Bergoglio -un Grandinetti apenas correcto, que no termina de darle textura y espesor a su personaje-, pero de una forma totalmente inconexa, como si Docampo Feijóo quisiera meter en 100 minutos todos los highlights del Papa Francisco, sin preocuparse demasiado estructurar una historia que una las diferentes partes.
De ahí que la película avanza y retroceda en el tiempo no porque sea compleja en su estructura, sino porque quiere hacer quedar bien a su personaje central en todos los semblantes posibles, con lo que le sucede lo contrario a su propósito: hay una cantidad inmensa de agujeros en el guión que evitan que se complete al personaje o que se tracen enigmas respecto a su persona que motiven una reflexión en el espectador. Por ejemplo, todo el pasaje por la juventud de Bergoglio carece de significancia y complejidad, está sólo para decir -y dejar muy en claro, varias veces, por si un espectador salió unos minutos para ir al baño- que el joven Jorge un día, muy de repente, decidió que su camino era el de la fe, que quería ser cura, que su madre se opuso fervientemente, que cuando estaba en el seminario conoció a una joven que le sacudió las estanterías, tentándolo a seguir otros rumbos y que… bueno, no sabemos qué pasó después, cómo Jorge lidió con ese amor naciente, por qué no se concretó, cómo siguió adelante, pero eso sí, sabemos que llegó a Papa. Ajá. Gracias, pero eso ya lo sabíamos.
En verdad, Francisco, el Padre Jorge es una película miedosa: tiene miedo de saber, o de que el espectador sepa, y por eso los puntos problemáticos, dignos de polémica, son “aclarados” de manera torpe, apresurada y esquemática, para pasar a terrenos más cómodos y fáciles de contar. Por eso tenemos varios personajes reales que el público puede llegar a intuir quiénes son, pero de los cuales no se dice el nombre o se los cambia, como ese Horacio Verbitsky que no es Verbitsky interpretado de manera totalmente vacua e irreal por Alejandro Awada -quien, hay que decirlo, lidia con un guión que le otorga un conjunto de frases que rozan lo abyecto-. Si uno se quedara sólo con lo que dice el film, pareciera que Bergoglio atravesó toda su vida en una sociedad, en un país, en un mundo de cartón pintado, plagado de personas insustanciales que sólo lo interpelaron para que él dijera muchas frases sabias y piolas. El universo cinematográfico que construye Docampo Feijóo no tiene conflictos para el Padre Jorge, no tiene dilemas, no tiene barreras ni opositores, ni en el exterior que lo rodea ni en su interior personal. A tal punto no hay materialidad conflictiva en las imágenes, que es el mismo Bergoglio el que debe decir en voz alta que se ha equivocado, que ha pecado en algún momento, por ejemplo, de personalista, aunque nunca lo veamos pecar.
Y es una pena enorme, porque del Papa Francisco, de Bergoglio, del Padre Jorge se puede pensar mejor o peor, pero es innegable que es un figura de enorme riqueza; que se lo pueda nombrar de por lo menos tres formas ya le otorga un interés trascendente, una identidad múltiple que vale la pena analizar. Tampoco se puede negar su vocación de lucha: equivocado o no, con sus virtudes y miserias, es alguien que ha confrontado, que ha salido a dar pelea, que se ganó enemigos y aliados, que ha jugado a fondo por lo que cree y quiere. Pero Francisco, el Padre Jorge es una película que no se atreve a batallar, a dejar bien clara su posición, a decir las cosas por su nombre. El temor que la invade la convierte en torpe e intrascendente, en negadora de la propia historia que se proponía relatar.