Las buenas acciones e intenciones no siempre conducen a la beatitud cinematográfica.
Al cristianismo el cine le sienta bien. Una buena película sobre la fe hasta convierte, mientras dura, al ateo envenado. Diario de un cura rural, El evangelio según San Mateo, Bajo el Sol de Satán, Giordano Bruno, el monje rebelde, algunos títulos indispensables. Nada más apasionante que ver a un hombre entregar su vida a alguien que sus ojos desmienten. La épica vertical en el fuero íntimo ha dado películas grandiosas. Pero el milagro sólo es posible bajo una condición (estética): la fe debe ser sierva del cine.
He aquí el problema esencial de esta hagiografía sobre Jorge Bergoglio. El cine es un mero instrumento para ilustrar durante dos horas la canonización anticipada de un hombre que nació en Argentina y que en la actualidad es la cara visible de una institución que representa al Altísimo en la Tierra. El tour turístico con el que se inicia la película, precedido de unas panorámicas de los lugares emblemáticos (y ostentosos) de la ciudad de Buenos Aires, es ya toda una confesión. La propuesta es un viaje directo a los gloriosos eventos en la vida del personaje, encarnación de una benevolencia impoluta y casi absoluta. Jorge-Francisco es aquí más papista que el Papa.
La película arranca en el 2013, con la transmutación ya consumada de Jorge en Francisco, una transformación que desde el día del anuncio y por unas semanas provocó en los feligreses vernáculos una alegría sublime y desbordada, un delirio colectivo, como si el país católico hubiera ganado un mundial celestial, efecto de consenso que duró un tiempo, hasta que el Sumo Pontífice emitió signos demasiados políticos. Por las dudas, una aclaración del personaje: “La política debería ser una forma elevada de la caridad”. Sobre esa disputa simbólica acerca del Papa nada se dirá, y lo único medianamente político del film pasará por las elecciones papales en el interior del Vaticano. Como suele suceder desde el 2004, el kirchnerismo en el cine de ficción argentino es un radical fuera de campo, un tabú casi estructural.
Por otro lado, en la Capilla Sixtina los intereses no son tan celestiales. Ratzinger versus Bergoglio en pleno cónclave deja entrever una rivalidad que desborda un mero problema de estilo. La puja entre conservadores contra progresistas en la mansión de Dios al menos se enuncia. Más tarde, para atemperar el disenso y la contienda de intereses, Francisco adjetivará la renuncia de su antecesor como revolucionaria. El amor vence.
La introducción del Papa en su presente se relega un poco, pero lo primero que se elige mostrar de su pasado es la adolescencia. Nada traumático. Una biografía sobre Francisco de Asís será el preámbulo para el llamado vocacional, lo que eclipsará su potencial deseo por las mujeres. Ni su noviecita con pechos de campeonato, ni su último llamado al amor profano cuando conoce a una lectora no menos obsesiva que él. Su biografía, desde ese momento, se contará en episodios breves y no lineales que vienen a componer el retrato de un hombre virtuoso: su lucha contra la pobreza y la corrupción, una constante, su compasión por los que sufren, una evidencia. Y este santo no vacila nunca: frente a una encarnación maléfica de un remedo de Massera, al jesuita no le tiembla el pulso, tampoco frente a un soldado cualquiera cuando ayuda a escapar a un militante judío en Ezeiza. Dudar de él es una presunción de iconoclastas fanáticos, como se enfatiza en una escena en la que un símil sin nombre de Horacio Verbitsky se encoleriza frente a la periodista española que será la gran amiga de Jorge en el relato.
La única manera de no ceder a la tentación de filmar una estampita en movimiento estribaba en hallar una forma que se alejara del estereotipo. Pero ya desde el plano acelerado inicial en el que se ve la salida del sol en Buenos Aires, todas las elecciones formales refuerzan la univocidad de esta imitación de Cristo para todos. La puesta en escena es un pesebre: los lentos movimientos de cámara, los filtros para que todo tenga el look que corresponde, los acordes musicales que codifican cada emoción para que el estímulo se redoble, intensifican la adoración acrítica. Non habemus cine.
En un momento, el admirador eclesiástico de Borges dirá que se arrepiente de sus pecados; uno de ellos, el personalismo. Al desoír al propio personaje, la película desconoce la medida de su amor y peca inflando la personalidad del retratado hasta el infinito. El exceso no es virtuoso. En efecto, se trata de una operación estilística en la que se explota el estereotipo del santo, como si no existiese ni una pizca de suciedad siquiera debajo de las uñas.