La reinvención de Woody
Los grandes directores son esos que -entre otras cosas- son capaces de sorprender, de renovarse, de reinventarse cuando la mayoría de los espectadores ya los dan por “hechos”. De Woody Allen ya no esperaba más que películas simpáticas, ocurrentes, ingeniosas, más o menos inspiradas, pero siempre menores, sustentadas casi siempre en una sola idea/premisa con cierto gancho. Match Point y Medianoche en París no estaban mal, es cierto, pero tampoco fueron las genialidades que sus fans incondicionales aclamaban.
No creo que Blue Jasmine alcance a ser una obra maestra, pero queda muy cerca. Es, sin dudas, la película más profunda, inteligente e inquietante que Woody hizo en mucho, muchísimo tiempo. Es un salto cualitativo enorme -en todos los terrenos que se puedan analizar- frente a la flojísima A Roma con amor, un regreso con gloria cuando la mayoría de los cineastas a los 77 años ya está de vuelta o a punto de colgar los botines.
Luego de su tour europeo (Londres, Barcelona, París, Roma), Woody vuelve a su país (Nueva York y San Francisco en este caso) y parece recuperar el pulso perdido. Es como si con este regreso a casa se hubiese enfocado en contar una historia intensa y provocativa, y no en construir institucionales turísticos al mejor postor (léase las ciudades que le financian sus emprendimientos en el Viejo Continente).
Famoso por su trabajo con decenas de actrices (empezando, claro, por sus musas Diane Keaton y Mia Farrow), Allen suma a su galería de (anti)heroínas a una inmensa, descomunal, deslumbrante Cate Blanchett, en una interpretación pletórica de matices (es graciosa y triste, querible y detestable a la vez) que le valdrán decenas de nominaciones y premios de aquí al Oscar.
Blanchett es Jasmine French, una sofisticada cuarentona de Park Avenue caída en desgracia. En efecto, la película está narrada con elegancia entre dos tiempos. Por un lado, conocemos el pasado a través de su matrimonio con Hal (Alec Baldwin), un financista y filántropo a-la-Bernie Madoff que construye una fortuna a base de fraudes, estafas y engaños (incluso hacia ella). Pero, claro, todo terminará de la peor manera.
En la actualidad la protagonista sigue con sus vestuarios y accesorios de Channel y Hermès, pero no tiene ni un centavo. Así, recala en lo de su hermanastra Ginger (Sally Hawkins), una divorciada con dos hijos que deja de lado los múltiples desaires de Jasmine y la recibe en su casa de San Francisco. De su pasado despreocupado de compras compulsivas, yoga, pilates y cenas benéficas, la ex millonaria pasará a vivir de prestado, a estudiar computación y a trabajar como recepcionista en un consultorio odontológico.
Jasmine es una auténtica alma en pena. Alcohólica y adicta a las pastillas (no hay frasco de Xanax que le alcance), subsiste en medio de una angustia permanente que la lleva a ataques de pánico y colapsos nerviosos. Pero es, también, una mujer brillante y manipuladora, cínica y cruel, a la que Woody describe muchas veces de una manera tan sádica que en la comparación los hermanos Coen parecen directores contratados por Disney.
El maestro neoyorquino obliga a Blanchett en este tour-de-force a pendular entre la verborragia desbordante y silencios tan o más incómodos todavía con la mirada perdida y el semblante devastado. Juntos, logran esa verdadera hazaña cinematográfica que consiste en dotar de humor y ligereza a los momentos más pesados y trágicos, y darle carnadura y múltiples connotaciones a las situaciones aparentemente más livianas.
Woody -fiel a su costumbre- contrapone los universos de la burguesía codiciosa de Manhattan con esos héroes de la clase trabajadora (albañiles, empleadas de supermercado) que parecen salidos de un film de Mike Leigh, pero esta vez los extremos se unen en una mirada siempre desoladora y desencantada donde imperan el machismo y la desesperación.
En esta fábula moral que ha sido comparada varias veces con Un tranvía llamado deseo (obra que la misma Blanchett hizo en Broadway) y que significa una vuelta superadora a algunas cuestiones esbozadas en Crímenes y pecados hay lugar no sólo para las contradicciones entre ambas medio hermanas, sino también para el lucimiento de varios secundarios masculinos: el seductor sin alma de Baldwin, el ex marido de Ginger (Andrew Dice Clay), el actual novio de ella (Bobby Cannavale), un amante ocasional (Louis C.K.), un dentista acosador (Michael Stuhlbarg) y un diplomático ricachón con ambiciones políticas (Peter Sarsgaard), que podría ser la salvación de Jasmine.
Más allá del notable trabajo de casting y del lugar destacado que Allen le da a cada uno de esos personajes, Blue Jasmine es un one-woman show. Es que la película está pensada para, enfocada en y sostenida por Cate Blanchett, una mujer que puede fascinarnos por su belleza, aterrarnos por su maldad, conmovernos con su llanto e indignarnos con sus desplantes iracundos. Una protagonista que ni el mejor Pedro Almodóvar hubiese imaginado posible. Una actuación prodigiosa para una película que reivindica por completo a este Woody maduro y, esta vez sí, brillante.