Teniendo en cuenta que las últimas películas de Woody Allen (1935, New York, EEUU) estaban ya lejos no sólo de la mordacidad de las que hacía en los ’70 y ’80 sino incluso del encanto con el que supo divertir y divertirse con tópicos del policial o el musical, como Disparos sobre Broadway (1994), Todos dicen te quiero (1996) y Dulce y melancólico (1999), no se esperaba que con su largometraje Nº 44 pudiera sorprender demasiado. Sin embargo, Blue Jasmine está escrita y dirigida con una precisión verdaderamente admirables. Allen vuelve a su mejor forma, además, con una historia arriesgada, ligada a las desigualdades sociales, la mentira y la locura.
Casi todo el tiempo en cuadro, Jeanette (que prefiere hacerse llamar Jasmine) es una dama aparentemente delicada y amable de la que iremos conociendo manías y defectos o, en todo caso, el precio que es capaz de pagar para creer y hacerles creer a los demás que su mundo es glamoroso por derecho propio. Esto se exteriorizará, sobre todo, por la convivencia obligada con su hermana Ginger, llevada por las circunstancias –y, tal vez, por mandatos familiares– a cierto conformismo y un modo de vida sencillo. Ninguna de las dos es profesional ni parece haber recibido una educación provechosa, pero el lustre de Jasmine por haber viajado y asistido a cócteles como decorativa partenaire de su adinerado marido le da imagen de mujer progresista.
A pesar de que la mayoría de los espectadores se ríe con las actitudes campechanas de Ginger y sus amigos y suspira con las casas que Jasmine tenía con su marido o podría tener con un pretendiente que le aparece providencialmente, es interesante cómo Allen lleva a no confiar demasiado en las apariencias ni en el poder del dinero. Es cierto que la caracterización de los personajes está un poco estereotipada: no está mal mostrar que unos tienen sentido común y disfrutan de placeres simples mientras los otros son hipócritas y materialistas, pero resaltar la vulgaridad de Ginger y los suyos mostrándolos blandiendo un pedazo de pizza o haciendo que ella se ría como una boba, no parece muy sutil.
De todas maneras, algo de la causticidad del mejor Allen reaparece aquí, sobre todo en un final nada demagógico y hasta desolador. Más allá de lo que puedan discutirse la liviandad de ese enfrentamiento de clases sociales o los puntos de contacto con Un tranvía llamado Deseo (la obra de Tennesse Williams que algunos de los intérpretes del film representaron previamente en teatro y TV), algunos atributos levantan la calidad de Blue Jasmine.
Por un lado, su concisión narrativa y elegancia formal, con flashbacks que irrumpen sin aviso, oportunas elipsis y placenteros comentarios musicales. Todas las piezas encajan a la perfección, aún dejando apenas esbozados personajes como el joven hijo de la protagonista, que aparece y desaparece con demasiada facilidad (los jóvenes y los chicos nunca han sido el fuerte del cine de Allen).
Y, por otro, la presencia irresistible de Cate Blanchett, en un registro que no busca tanto la verosimilitud sino la seducción –a fuerza de belleza y simpatía, temperamento y fragilidad– de quienes la miran y escuchan. Incluyendo, claro, los espectadores.