La tregua
Venía desentonando. Su abundante filmografía lucía desilachada últimamente, más allá de Match Point (2004), eco de Crímenes y Pecados (1989), y más allá de la indudable simpatía que despertaba Medianoche en Paris (2011) y algunos momentos aislados de de sus últimas películas. Esos chispazos de neoyorkino ingenio que persiste, que insiste, a lo largo de ya nada menos que 43 películas. Ultimamente Woody venía desentonando. Pero vuelve a estar afinado en La 44.
Jasmine supo vivir la buena vida, pero todo eso ha quedado dolorosamente atrás. Hay que barajar y dar de nuevo, ya se sabrá porqué. Su única opción es volver a San Francisco, a vivir con su hermana, esa hermana que siempre ha ignorado. No le queda otra. Su estado de desamparo material y emocional es absoluto.
La historia va y viene desde ese presente desesperado a un cómodo pasado, tan falso como el nombre Jasmine que esconde al más vulgar y verdadero, Jeanette. Un pasado de bienestar, de esposa consentida y decorativa, empeñada en mirar para otro lado cuando haga falta, de vida de clase alta bajo el amparo del seductor Hank (perfecto Alec Baldwin). Cuando todo eso naufrague por motivos que no conviene adelantar, Jasmine tendrá que volver a ser Jeanette, mal que le pese, y hacer convivir sus aires de grandeza con lo único que parece mantenerse en pie, el sostén incondicional de su hermana Ginger (Sally Hawkins, tan exacta en lo suyo como el resto de los personajes). Más allá de los esperables sobresaltos iniciales Jasmine encontrará un oasis, pero al precio de volver a mentir. Y Ginger también, aunque lo suyo sea mucho más simple.
Las neurosis y el peso del azar son los elementos de siempre, pero hay más suma que repetición, sin excesos ni fisuras, y hasta ecos de Cassavetes y Tenessee Williams. La solidez narrativa y el absoluto control de todos los elementos necesarios para avanzar en la historia hacen que esta se siga con placer. Todo está en su justo lugar y eso, más el hallazgo de un personaje antológico, hacen la diferencia.
Párrafo aparte para Cate Blanchett y su mujer bajo influencia. Lo de Jasmine resulta tan magnético como repelente, tan querible como detestable, tan calculador como vulnerable. Todo a la vez, como en un cóctel de calmantes y estimulantes, de esos que ella suele consumir. Sus despropósitos son entendibles. El experimento de Melinda y Melinda, aquello de hacer que la misma situación pueda verse como comedia y tragedia, encuentra finalmente su vehículo perfecto en esa manera de Blanchett de apropiarse del personaje para sacarle todo el jugo posible, y provocar las dosis exactas de alegría y tristeza, y hasta convertirse en pena infinita, en uno de los finales más desoladores de toda la filmografía de Allen.