Cuestión de principios
Woody Allen no volvió, porque nunca se fue. Siempre estuvo ahí. Como ocurre con muchos artistas, el problema no lo constituyen las obras sino quienes las consideran y el exagerado énfasis que ponen en enaltecerlas o en negarlas. Durante años, intelectuales se apropiaron de las imágenes del director para ampliar sus investigaciones en sus respectivos campos disciplinarios, lo que contribuyó a crear un aura celestial en torno a su figura que pronto se transformaría en un pesado lastre hasta convertirse hoy en un blanco fácil. Es más, me atrevería a decir que los debates que se disparan a propósito de cada estreno de sus películas encubren una vieja discusión sobre la idea de autor, fundamentalmente cuando el deporte predilecto de cierto sector de la crítica es achacarle al director supuestos defectos tales como repetición, falta de originalidad, saturación, entre otros improperios (la misma suerte corrieron, por ejemplo, Bergman y Fellini hasta que fallecieron) que, dudo, aplicarían a músicos, escritores o creadores de historietas. Son los mismos que pregonan la bandera de la impersonalidad y se amparan en una verdad a medias, a saber, que el cine es un trabajo colectivo. Por supuesto que lo es, pero técnicamente hablando. Detrás hay una idea, un autor (esa palabra que otros tantos convierten en fantasma represivo) que deja sus huellas, que impregna su estilo y que busca progresivamente una depuración a medida que transcurren los años.
En el caso de Woody Allen, tal ejercicio acaso pase por trabajar un sentido del relato, una indagación formal sobre lo narrativo, un pasaje de la literatura al cine capaz de transmitir a través del montaje y de la dramaturgia de la puesta en escena los problemas morales y existenciales de escritores como Shakespeare y Dostoievski (principalmente). En este sentido, se podría afirmar que toda su filmografía se dirige hacia ese horizonte, con los altibajos lógicos de quien rueda una o dos veces al año.
Ahora bien, cuando los mecanismos funcionan y se disimulan mejor, se produce un equilibrio capaz de controlar dos de los defectos más visibles del director neoyorquino: la desmesura de los personajes que se pretenden como alter ego o el subrayado de los problemas existenciales. No es el caso de Blue Jasmine, película que fluye de manera placentera, producto de un manejo notable del pulso narrativo y del tiempo (desafío a que encuentren varios casos de utilización de flashbacks que salgan bien parados en este aspecto) y que retoma la idea de personajes cruzados, con conflictos existenciales y amorosos, pero creíbles en sus estados de neurosis urbana.
Cate Blanchett está fantástica en el papel de una mujer manipuladora y materialista, cuyo mundo se desploma cuando su magnate/marido es arrestado por manejar fondos indebidamente. Esta situación la conduce a la casa de su hermana y es a partir de este momento que la película adquiere desde su estructura y desde los personajes que pueblan la historia un juego de espejos enfrentados.
Las intervenciones actorales y los duelos dialécticos no tienen desperdicio. Los mismos están destinados a deconstruir las fobias sociales de una clase media asediada por el consumo y preocupada por soportar a base de pastillas y alcohol las frustraciones ante la imposibilidad de consolidar vínculos que no transcurran sólo por los carriles del dinero. El timing es perfecto y los saltos temporales no afectan el relato sino que lo potencian. Tal concepción de la narración, sumada a las infaltables dosis de humor, parecen aligerar el nihilismo moral tan caro al autor y, sin embargo, no hacen más que acentuar una cierta oscuridad a la visión del mundo que Allen ofrece, sin dejar de reírse de ello.
La escena final, con la protagonista sentada, hablando sola, es un claro ejemplo de lo anteriormente dicho: no es más ni menos que la risa del espectador devenida inmediatamente en seriedad. Tal vez, en un futuro no muy lejano, ocurra que las películas justifiquen su cine más allá del personaje que se ha creado en torno a su figura.