La verdad sea dicha: hace una década que uno no espera demasiado de Woody Allen. Sus últimos films, incluso los más logrados como “Medianoche en París”, parecen desparejos, paseos apenas por locaciones y tópicos mellados. Como si Allen no sintonizara ya con el mundo contemporáneo.
Y entonces aparece este film: con un personaje en crisis (una de las mejores actrices del mundo, la gran Cate Blanchett, que levanta toda escena, incluso aquellas un poco desparejas), una trama -como siempre- complicada y el viejo juego de Allen sobre el amor y el azar. Aquí hay una mujer de clase alta que ve cómo su mundo se disuelve de modo repentino y debe enfrentarse a la depresión, a un nuevo comienzo, a la realidad de un mundo que no quiso ver y a la posibilidad de que alguien se enamore de ella.
Allen decide ser riguroso en la manera casi documental en que sigue a la actriz creando su personaje, llenarlo de humanidad, volverlo empático hasta en sus costados menos tiernos. Por una vez, la trama llena de vueltas y recodos es menos un alarde del guionista que el reflejo realista de un mundo complejo donde el milagro es cotidiano, donde la felicidad simplemente sucede -o no-.
El film no es exactamente un drama ni exactamente una comedia, y en ese tono fluctuante Allen parece haber reencontrado la manera de comunicar la ironía trágica que hizo de “Crímenes y pecados” una obra maestra. Y repitamos: tiene a Blanchett para que le creamos todo. Un gran regreso.