El caso de Woody Allen es el ejemplo a mano que siempre tendrán aquellos que gustan de acusar a los críticos de cine de ser snobs. Porque no hay caso: Blue Jasmine merece (¡otra vez! ¿cuántas van?) un “Excelente”. Sólo hay que ponerse un poco en los zapatos del crítico que tiene que analizar aspectos expresivos, narrativos y técnicos de un film.
Expresivos: la nueva película del pequeño genio neoyorquino retoma la mirada crítica que filmes más “adorables” como Medianoche en París o A Roma con amor habían resignado en pos de otro plan. Por medio de Jasmine French (el personaje interpretado con relieve, matices y maestría por Cate Blanchett), Woody deja los personajes queribles y vuelve a trazar los rasgos primordiales de un ser siniestro, frágil, odioso, seductor, antihéroe. Realista. Pero la provocación no se detiene allí. Acostumbrado, desde hace décadas, a reflejar la problemática de las clases medias-altas y altas (para hablar de los suburbios allí está el otro genio ya anciano: Clint Eastwood), esta vez Allen da vuelta la tortilla y muestra otra cara de la riqueza: lujo, confort y glamour que son, en realidad, estafa, pose y la palabra prohibida entre las prohibidas al momento de hablar de elegantes mujeres de la high-society: ¿prostitución? ¡Jamás! Eso queda para otro tipo de mujeres. Para las esposas millonarias de turbios empresarios del sector privado deben utilizarse vagos eufemismos: “frivolidad” tal vez, quizá cierto grado de “desconocimiento”, la confianza traicionada.
Narrativos: el film comienza el derrotero de la empastillada Jasmine con un feroz paso atrás: la pobre (ahora en todos los sentidos) mujer debe molestar a su hermana pobre (en el sentido literal) pidiéndole alojamiento en una San Francisco que no tiene, ni por asomo, el nivel de Manhattan. Allen se ha reservado varios datos: qué sucedió con el dinero, con el esposo, con el hijo. Al punto de partida narrativo que supone la pérdida de la fortuna, el director y guionista suma expectativa, esa inquietud que crece en el espectador y lo hace quedarse pegado a la butaca en busca de saber más. Porque después de la depresión, o mejor dicho, al tiempo de la depresión, Jasmine traza un plan honesto que pronto modificará. Eso de trabajar es para indignos.
Quedaría, para finalizar, el análisis de las resoluciones técnicas de la película. Pero luego de la tradicional presentación con tipografía romana sobre fondo negro, Woody Allen vuelve a explicar que, en cine, la técnica debe ayudar a aquello por contar: la historia. Lección de austeridad cinematográfica que reivindica la vieja sentencia de que no es más rico quien más tiene sino quien menos necesita: con su sencillez en la cámara y una edición impecable (fruto de un guión de precisión quirúrgica), Blue Jasmine reconstruye sus dos mundos con sinceridad, sin exageraciones; entrega y oculta información en dosis justas; saca de cada nombre (Alec Baldwin, Sally Hawkins, Andrew Dice Clay, Bobby Cannavale, Peter Sarsgaard) el mayor jugo interpretativo y, combinando todo esto, alcanza la cima expresiva-narrativa-técnica: quitar solemnidad a los momentos cumbres y dar relieve a los mundanos.
Jasmine transpira cada vez más. Sus ideas se agotan, el Xanax causa menos efecto, el alcohol escasea. Con la copa cada vez más vacía, la pobre enfrenta a la pregunta del millón en lo que a mujeres como ella respecta: ¿“Con quién me tengo que acostar para tomar un Martini?”.