Cuando un tropezón es caída
Volvió Woody Allen con Blue Jasmine y volvió no sólo a filmar en Estados Unidos, sino a su esencia, a aquella época en donde las películas eran más que postales y recorridas por hermosos lugares europeos. No es que estas últimas películas no estuvieran bien, Allen siempre logra un alto nivel en donde nunca nos deja con las ganas, pero esta vez redobla la apuesta y supera las expectativas.
Esta película es una relectura de Un tranvía llamado deseo (Tennessee Williams, 1947) obra en la que se basó también la gran película de Elia Kazan (con el mismo nombre) estrenada en 1951 y protagonizada por Marlon Brando, Vivien Leight y Kim Huner. Woody Allen, desde su versión libre, nos relata los contratiempos de Jasmine (increíblemente actuada por Cate Blanchett) que con gestos femeninos, torpes y extravagantes nos recuerda al personaje de Blanche Dubois (Vivien Leight) en la película citada anteriormente.
Jasmine (cuyo verdadero nombre es Jeanette) es una mujer que viste ropa de Chanel, usa valijas de Louis Vuitton, vivió en la Quinta Avenida, pero ahora no tiene dónde caerse muerta, aunque conserva estos objetos como fetiches de un pasado que ya no existe, sólo que ella parece no querer (o poder) darse cuenta. Jasmine es pura apariencia, brillo deslucido de un pasado hipócrita que ya se hizo añicos y lo que queda es un esqueleto femenino llenándose el cuerpo de pastillas, alcohol y espejismos.
Jasmine llega a San Francisco luego de haber sufrido un colapso nervioso. La observamos por primera vez hablando (en realidad monologando) con una anciana que le presta su oído durante todo el viaje, pero que no logra emitir sonido alguno. Llega sin un centavo, pero viajando en primera clase, para pasar un tiempo con su hermana adoptiva, Ginger (Sally Hawkins), una trabajadora y simple mujer de los suburbios, divorciada y con dos hijos varones. La película nos muestra el contraste del presente de Jasmine y su pasado, con flashbacks durante toda la película que refuerzan lo que fue y lo que es. Los choques entre las hermanas se hacen visibles, pero lo importante de este antagonismo es lo que cada una de ellas representa. Por un lado Jasmine encarna la idea de vivir en un pasado glorioso (que en realidad nunca lo fue) y Ginger la idea de vivir en un presente, que simplemente está, con las pocas o muchas herramientas que se tengan al alcance de la mano.
Woody Allen nos muestra una crítica áspera sobre una sociedad materialista, lujosa y vacía, donde la mayor vergüenza es trabajar en una exclusiva zapatería y que las clientas (antiguas amigas) te miren con compasión; bueno, en realidad, la vergüenza sería simplemente trabajar.
Ese es el mundo chato de Jasmine, donde la moneda corriente es la negación y la falta absoluta de independencia, no sólo económica sino (lo que es peor) de criterio y de pensamiento. La incomodidad se vive a flor de piel durante todo el relato, la misma incomodidad que siente Jasmine en ese mundo tan extraño para ella y el cual se le viene encima hasta aplastarla. Sólo por momentos, algunos toques de humor nos hacen relajar (en semejante drama personal) y lo grotesco inunda el relato. Pero no dejamos de sentir tristeza por esta mujer que lo perdió todo, y no estoy hablando de lo material, sino de lo único que nos queda como seres humanos, la cordura.
Blue Moon (famosa canción cantada por Frank Sinatra, Elvis Presley, entre otros) recorre de manera recurrente toda la película desde el discurso de Jasmine y la vuelve más “azulada” y melancólica que nunca. Finalmente el círculo se cierra con un diálogo sordo de ella, sin nadie a su lado y nosotros observando (con angustia) la decadencia de esta mujer que ya no le quedan recursos ni para pararse sobre sus propios pies, aunque lleve puestos los zapatos más caros del mundo.