Una flor en el crepúsculo
Cuando de Woody Allen no se esperaba más que películas ingeniosas pero livianas, irrumpe “Blue Jasmine”, como una de las obras más profundas e inquietantes del maestro en mucho tiempo.
Luego del cinematográfico tour europeo, Woody regresa a su país y retoma los pasos perdidos para contar una historia intensa y provocativa, inspirada en “Un tranvía llamado deseo”, que muestra la decadencia de una dama con delirios de grandeza, refugiada en un mundo inventado, altanera y desequilibrada. Tal como en la obra original de Tennessee Williams e incluso en la versión fílmica de Elia Kazan, que le valió en 1951 un Oscar por Mejor Actriz a Vivien Leigh, “Blue Jasmine” está construida desde el enfrentamiento de dos mundos culturales que se reflejan en la permanente disociación de su protagonista.
En la versión de Allen, el papel de la desequilibrada Blanche DuBois original, ahora está a cargo de una inmensa Cate Blanchett, encarnando a Jasmine, una millonaria caída en desgracia, al descubrirse que su marido había construido su fortuna en base a fraudes financieros. Sin un centavo, pero apegada a los lujos de su vida anterior, la protagonista desciende desde sus refinados ambientes neoyorquinos hasta el humilde departamento de su hermana Ginger (Sally Hawkins) alojada en una modesta zona de San Francisco.
Woody contrapone los universos opuestos de empresarios adinerados en Manhattan, con personajes de la clase trabajadora, en un contexto neorrealista pero aggiornado: albañiles tatuados y con peinados modernos que celan a sentimentales empleadas de supermercado. Pero esta vez todos los extremos se unen en una mirada invariablemente desoladora.
La película retrata de una manera clara y evidente estos dos mundos opuestos, otorgando humor y ligereza a los momentos más trágicos y resignificando situaciones aparentemente más livianas. Apoyada en un soberbio montaje, está narrada en dos tiempos: el pasado, tan vacío como esplendoroso exteriormente, y el inestable presente de una mujer sumergida en un cóctel de antidepresivos. La historia va y vuelve, contrastando la vida ociosamente lujosa y el ajetreo de los días presentes de Jasmine, donde pasa a vivir de prestado, a estudiar computación y a trabajar como recepcionista en un consultorio odontológico. Adicta a las pastillas y a las bebidas blancas subsiste en medio de una angustia permanente que la lleva a eclosionar en momentos cargados de tensión.
Intenso retrato femenino
El filme tiene un momento de lucimiento para cada una de sus criaturas, pero “Blue Jasmine” esencialmente está pensada sobre el eje de Cate Blanchett para un personaje que fascina por su belleza, indigna con sus desplantes y conmueve al estrellarse contra la realidad siendo un instrumento involuntario de su propia caída.
Su interpretación con matices que la vuelven graciosa, triste, querible y detestable a la vez le asegura un lugar memorable en la galería de antiheroínas creadas por Allen y que habitan ese prototipo femenino profundo con resonancias de Bergman y Almodóvar.
La protagonista, como el jazmín de su nombre, abre su corola al atardecer, su intensidad es más fuerte en la oscuridad de su drama: la actriz Cate Blanchett pasa por todos los registros y consigue un personaje muy complejo y lleno de sutilezas. Más de una vez, la escucharemos confesar que conoció a su príncipe azul entre los acordes de la canción “Blue Moon” pero al final, dice extrañarse de que “antes sabía la letra, pero ahora está cambiada”. Tal como el título de la película que juega con esos datos en una síntesis del dislocamiento que incluye su nombre, su dolorosa transformación.