No está pasando un buen momento la comedia italiana en sus niveles cinematográficos, al menos por lo que nos llega año a año. Influenciada por un lenguaje netamente televisivo y por guiones que construyen personajes más cercanos a la sitcom norteamericana que a la idiosincrasia tana. El cine de aquél país (no es el único) está perdiendo esa identidad que lo caracteriza, a tal punto que nadie debería sorprenderse si usáramos el término “Hollywood Friendly” para definir lo último que vimos en muestras, en festivales y en los estrenos vernáculos. Menos mal que en los otros géneros andan bien por allá.
El de “Buongiorno papá” debe ser uno de los casos más repetidos de los últimos tiempos: cuarentón ganador y/o pintón a quien de la noche a la mañana le aparece una hija. Sin ir más lejos este año tuvimos la desagradable experiencia de ver la mexicana “No se aceptan devoluciones” (2013). Un calco casi. Andrea (Raoul Bova) trabaja colocando publicidad encubierta en el mundo del cine. Convincente, chamuyero, elegante, buen auto, buen levante con las chicas (siempre algo menores que él), Andrea es el emblema del éxito en este mundo capitalista. Vive con su amigo Paolo (Edoardo Leo), un personaje bastante “buenudo” (más “…udo” que “buen…”, si me permite), pero buena gente. Ambos de alguna manera se complementan
El mundo se viene abajo cuando una mañana aparece Layla (Rosabell Laurenti Sellers) clamando ser su hija. La nena entra como pancho por su casa explicando cómo pasó todo. Ni Andrea, ni ningún espectador que todavía esté despierto, le creen una palabra. La echa. Paolo le dice que no sea malo. Andrea la va a buscar y de paso, en un acto de bondad, deja entrar al abuelo, quien sale corriendo por la misma puerta es el verosímil.
El abuelo Enzo (Marco Giallini) es un ex rockero que todavía fuma porro y se levanta a las seis de la mañana para tocar algunos riffs con la guitarra eléctrica. Que todos se queden en la casa dependerá de una futura prueba de ADN, y de todas las veces que Andrea dice basta, aunque todo siga como está porque si no “Buongiorno papá” no puede terminar.
Predecible hasta en la compaginación, esta realización de Edoardo Leo parece más una carta de intención para ir a dirigir a la TV norteamericana que una película pensada en profundidad. Más raro aun es que tenga tres guionistas: Massimiliano Bruno, Herbert Simone Paragnani y el propio Edoardo Leo. Sería interesante espiar la grabación de alguna reunión entre ellos. ¿De qué habrán hablado? De cine no, está claro. Y menos, de ésta película. Es como si cada uno se hubiese concentrado en un personaje sin molestarse en ensamblarlos luego. Construirles un vínculo para que la cosa funcione. Así, la posibilidad de sonreír irá de la mano de la empatía que cada uno tenga por la nena, el papá, o el nono.
La historia anda con piloto automático. Se hace lo que dice el libreto sin muchas luces ni ganas.
Como desde un principio sabemos quién va a aprender una buena lección, tendrá su momento para reflexionar, crecer y asumir responsabilidades, no hay lugar alguno para vueltas de tuerca, giros dramáticos ni nada. Obviamente si nadie vio ninguna de las anteriores versiones del mismo guión, probablemente llegue a cierto nivel de simpatía, siempre y cuando esté dispuesto a creer todo lo que le den. Arrivederci.