El Reality de la Muerte Lo que iba ser en una película de ficción terminó convirtiéndose en un documental que muestra los últimos días de Gabriela Liffschitz, fotógrafa argentina que murió de cáncer de mama. El documental narra todo el periplo que atravesó la escritora y fotógrafa Gabriela Liffschitz, después de que se le diagnosticara cáncer de mama hasta alcanzar su muerte. Bye Bye Life (2008) atraviesa esa delgada línea que separa la morbosidad de lo que se debe mostrar y por qué. Enrique Piñeyro, un hábil director a la hora de armar este tipo de shows cinematográficos – ya lo había demostrado en Fuerza Área S.A. (2006) –, va más allá de los límites permitidos para sumergirnos en el mundo de la decadencia antes de la muerte, pero haciéndolo con altura y sutileza. El documental se estructura como el backstage de lo que iba a ser una ficción intercalado con imágenes de la vida cotidiana de Gabriela Liffschitz, como lo era nadar, los momentos con amigos, la compañía de la familia o los últimos días junto a su hija, sumado al deterioro que va sufriendo el cuerpo a causa de la enfermedad y de cómo ella lleva esa carga con grandeza y sin generar lástima. Es cierto que si bien el tema ya es un golpe bajo, está tratado con altruismo, mostrando solamente lo necesario. La protagonista que quería trascender post mortem, acepta el desafío como parte de esa inmortalidad que quedará plasmada en la pantalla grande, algo similar a lo sucedido con una de las integrantes de Gran Hermano en el Reino Unido (Jade Godoy). En ambos casos las protagonistas estuvieron de acuerdo aceptando ser parte de ese mundo inventado para repercutir mediáticamente – aunque de manera diferente- antes de que la muerte las abrazara. Difícil en su temática pero atractivo desde el punto de vista cinematográfico, el film de Piñeyro, rompe con la estructuras del sistema yendo más allá de lo permitido. Esta vez nos presenta un relato border que pone en crisis los límites de lo que se debe mostrar y lo que no, con entereza y sin ningún tipo de especulaciones mediáticas.
Con la muerte en los talones Tomando el título de la gran canción final de All That Jazz (aquella despedida de Roy Scheider del mundo de los vivos a todo trapo), Bye Bye Life es un nuevo documental de Enrique Piñeyro -director de Whisky Romero Zulu y Fuerza Aérea SA- en el que el director y piloto pega un volantazo con respecto a los temas que venía tratando (el mundo de la navegación aérea en la Argentina) para abocarse a un minucioso y muy particular proyecto sobre la fotógrafa Gabriela Liffschitz y sus últimos días de vida a causa del cáncer. De una intimidad extrema, la película tiene dos claros protagonistas: el director y su “estrella”, dos figuras que se recortan claramente por sobre los temas que la misma película plantea. Cuenta el propio Piñeyro -y es lo que veremos en pantalla- que el proyecto inicial había sido un largometraje con porciones de ficción sobre algunos temas que Liffschitz había empezado a trabajar luego de haber sido diagnosticada con esta enfermedad terminal. El cuerpo y su imagen, la cultura de la enfermedad o lo innombrable de la muerte sonaban como algunas aristas posibles, para las cuales Piñeyro había llegado a convocar a actores profesionales para ensayar algunas de estas ideas, siempre sin dejar el humor (bastante negro) de lado. El agravamiento repentino de la poca salud restante de Liffschitz acelera los tiempos, y hace que la película se convierta en un documento de la filmación que no pudo ser. Más que una película sobre la fotógrafa, Bye Bye Life termina siendo un documental sobre el propio Piñeyro (que aparece en cámara tanto o más que la propia “protagonista”) en su intento de filmar el proyecto original. Y las causas de ese viraje terminarán siendo además el material de base sobre el cual la película se vuelve ensayo acerca de las posibilidades de un registro del fin de la vida en relación con la tan discutida y por suerte nunca zanjada cuestión de la moral en el cine. Una pantalla en negro en un momento clave de la película -una apuesta polémica- es también una gran toma de decisión y una afirmación fuerte en un panorama local bastante tibio en cuanto a reflexionar sobre qué es lo que se puede y no se puede ver en una pantalla de cine. Bye Bye Life es un film incómodo y ruidoso, que en su alarde de presencia genera sensaciones variadas (empatía, rechazo e indignación, entre ellas) pero también dispara -y aquí está su virtud- varias preguntas sobre los límites en el deber ser del arte cinematográfico.
Documental difícil de digerir. Sin una estructura estrictamente establecida, el director organizó las grabaciones de lo que fué un ensayo y primeros bosquejos de lo que podría haberse convertido en un film biografico / documental sobre la fotógrafa Gabriela Liffschitz, quien dejara registrado estos encuentros antes de su muerte en el año 2004 debido a una mortal enfermedad. El film no contó con el tiempo necesario de realización, el tomar una forma prolija debido a las imposibilidades conocidas (fue filmado durante el transcurso de su enfermedad), no obstante el resultado final del proyecto es satisfactorio, mostrar otra cara, directa, intensa, no profunda pero sí ilimitada sobre un ser humano padeciendo un cancer terminal, intentar vivir disfrutando sus ultimos dias, sin dejar saldos pendientes. El malestar de la fotógrafa es evidenciado y molesta como espectador ver ese sufrimiento en pantalla del cual nos sentimos involucrados. Me resultó un film duro, sin necesidad de tener en su momento que presentarse en concurso sobre una elección en un Festival de Cine, no creo que haya sido la intención del director ni de la artista. Gabriela publicó un libro de fotos antes de su muerte en el que muestra su cuerpo desnudo, luego de un extirpado de pecho, según sus propias palabras “mostrando la sexualidad desde un cuerpo no sano”. Título relacionado al acto de Roy Scheider en All That Jazz de Bob Fosse.
Al filo del reality Bye, bye life por un lado nos plantea un dilema que se relaciona intrinsecamente con la ética en el cine y por otro nos propone reflexionar acerca de los límites de la representación cinematográfica. Sin embargo, la audacia y honestidad del actor y director Enrique Piñeyro despeja esos interrogantes en una propuesta documental anómala que expone el artificio y se adentra en la intimidad de una persona enferma de cáncer sin especulaciones sensacionalistas, pero con el convencimiento de registrar todo lo que sucede a su alrededor. Quizá una forma de ofender a la muerte sea trascender en una foto o en un fotograma. Tal vez este fue el pedido implícito que la escritora y fotógrafa Gabriela Liffschitz le hiciera al realizador de Whisky Romeo Zulu al enterarse de que le quedaban pocas semanas de vida. Este singular documental nace entonces de la urgencia y como tal refleja -como pocos- el caos y los vaivenes emocionales al correr contra reloj. También podría decirse que se trata de una película que documenta las últimas horas de una enferma de cáncer en un set cinematográfico, rodeada de cámaras, amigos, actores y actrices que van a interpretar a la protagonista en escenas que nunca se ven, y que procura captarla en todo momento y retratarla a veces con sus aires de diva y otras en el embotamiento y el cansancio al que decide someterse. Las discusiones con Piñeyro y esa sensación de no saber qué hacer o cómo contenerla se mezclan a veces con el sarcasmo de Gabriela Liffschitz, quien no pudo ver terminada la obra; con su intención de desdramatizar la situación, pero sobre todo con su voluntad que se va apagando de a poco en un film inclasificable, polémico, aunque fascinante al mismo tiempo.
Reír para esperar la muerte La decisión de Gabriela Liffschitz de exhibir el avance de un cáncer disparará más de un debate, pero el resultado tiene la paradójica virtud de ser un ejercicio de vida. Ejercicio en el que se anula el pudor y abundan las muestras de humor negro. Diez años atrás y luego de someterse a una mastectomía, la escritora y fotógrafa Gabriela Liffschitz –de 36 años por entonces– tomó dos decisiones. La primera fue la de responder al cáncer con energía redoblada. La segunda, convertir la enfermedad, la propia inevitabilidad de la muerte, en exhibición pública, arte y espectáculo. Lo cual la llevó a publicar un par de libros en los que posaba desnuda, fundando lo que podría definirse como erótica de la extirpación (Recursos humanos, 2000, y Efectos colaterales, 2003). A mediados de 2003, con la enfermedad en fase terminal, Liffschitz inició otro proyecto, consistente en la filmación de sus últimos meses de vida. Coescrita junto a Enrique Piñeyro y dirigida por el realizador de Fuerza Aérea S.A. y la inminente The Rati Horror Show, la muerte de Liffschitz, en febrero de 2004, dejó esa película inconclusa. Sospechando seguramente que en este caso la inconclusión era la conclusión más lógica, tras presentar Bye Bye Life en el Bafici 2008, Piñeyro la estrena ahora en el auditorio del Malba, donde se exhibe los viernes y sábados a las 20. “¿Qué título le pondrías a la película?”, pregunta Piñeyro a Liffschitz, a la que el bombardeo químico le dejó el rostro edematizado. “Le pondría Me creció un nene”, responde con revulsivo humor negro, en referencia al agigantado hígado. Por terminal que sea, el humor de Liffschitz no deja resquicio a la amargura, como lo demuestra la enorme sonrisa con la que festeja su hallazgo cómico. De Trotsky a Lacan, historia de una traición, bromea Piñeyro otro posible título, en alusión al recorrido ideológico de Liffschitz. Título final no menos cruel, Bye Bye Life es algo así como un work in progress de a dos, en el que Liffschitz y Piñeyro intentan armar (o hacen que arman: si algo no falta aquí es conciencia de la representación) lo que la biología está desarmando: el relato de una vida en sus postrimerías. Pero postrimerías no es ausencia de vida, como la propia Liffschitz se ocupa de recordar a cada rato. Y de poner en escena, desplegando una vitalidad y sentido del humor que de pose no tienen nada. “Esta soy yo cuando tenía dos tetas”, comenta como al pasar, revisando fotos viejas y coronando la autochicana con una nueva risotada. Cocina de una película que jamás tendrá lugar, Piñeyro y Liffschitz preparan, detrás de escena, una ficcionalización de la vida de Gabriela, que un elenco que incluye a Alejandro Awada, Mausi Martínez y Gabo Correa debería interpretar. Por efecto químico, Liffschitz se adormece durante los ensayos, tiene que irse, eventualmente se siente mal y vomita. En ese momento, Piñeyro corta la imagen y deja el cuadro en negro. Pero el sonido sigue abierto. ¿Legítima muestra de pudor o, por el contrario, exhibicionismo a dúo, explotación sensacionalista? No sólo esa escena, sino el proyecto entero se abren a un mar de discusiones. Que la propia Liffschitz haya sido propulsora, aval y socia creativa de Bye Bye Life debería aventar buena parte de ellas. De hecho, después de haber vomitado fuera de cuadro se autoparodia, dando a pensar que la absoluta erradicación del pudor es una buena forma de quitarle poder a la melancolía. Como sus fotos de desnudos confirman. Reconociendo legitimidad a la postura contraria, Piñeyro incorpora a la película su propia contestación, en la voz de un técnico que acusa a Liffschitz de tinellizar el duelo. “No me creo ese ‘me cago de risa de que me estoy muriendo’”, argumenta en pleno derecho el señor, a quien la película no identifica. “Reírte de la enfermedad no es negarla”, contesta Liffschitz (la cita es aproximada) en la escena siguiente. Afirmación tan incontrastable como el cuadro negro con el que se cierra Bye Bye Life. Un negro que no tiene fin, como la propia Liffschitz era la primera en saber. De allí la risotada.
Sobre la representación La última película de Piñeyro no las trae fácil. El director de Whisky Romeo Zulu se propone filmar los últimos días de la fotógrafa y escritora Gabriela Liffschitz, enferma de cáncer, que murió en 2004. Y los problemas que plantea el film para el espectador y la crítica son múltiples. En principio del por qué de la película, que puede caer fácilmente de la auto conmiseración en el mejor de los casos, y en el peor, en una especie de show sobre la muerte. Sin embargo Piñeyro elude los escollos obvios, transita con elegancia otros que no están en la superficie y hace un retrato profundo, sensible y con necesarios toques de humor de una tragedia. Gabriela Liffschitz murió al otro día de finalizado el rodaje y con los materiales que tiene, Bye Bye Life construye y destruye la línea documental esperable y amaga con la ficción pero no la explicita, indaga sobre el paso del tiempo para un personaje que no lo tiene, muestra los escudos que la protagonista tiene para enfrentarse a lo inevitable, pone en pantalla y resuelve los síntomas de la enfermedad (hay una escena con fundido a negro que puede ser esperable pero que con el sonido afirma categóricamente que el cáncer está presente) y por sobre todas las cosas, habla de cine, al poner todo el tiempo en crisis los problemas de la representación.