Corrientes de amor
Estos días nos tocan los actores que dirigen. El actor Guillermo Pfening hace una película sensible y esmerada sobre su hermano Luis, alias Caíto, aquejado por una enfermedad degenerativa de los músculos, uno de cuyos efectos prácticos más visibles es la incapacidad para movilizarse por sus propios medios. El calificativo “sensible” puede dar lugar a equívocos, más que nada si no se precisa un poco el contexto en el que se aplica. Pfening no filma a un freak, ni a un ser desolado por la desgracia, ni filma tampoco a una víctima, traicionada por la naturaleza y arrojada al mundo con astucia, a modo de presa ideal de la conmiseración del espectador. Sensibilidad, para Pfening, significa gracia y preocupación; interés genuino por el otro –su hermano menor, en este caso– y un cariño evidente por la imagen, por cuidar en todo momento lo representado dentro de esos límites rectangulares, temblorosos y amenazantes a la vez, que constituyen la pantalla de cine. ¿Qué filma Pfening? No una criatura olvidada, entonces, que el cine tendría que sacar a la luz con el objetivo de reseñar su dolor y exponer, como un dictamen, la necesidad cívica de una reparación. En vez de eso, Pfening filma un enigma: el enigma de la felicidad. Caíto, la película, no es la historia minuciosa de una lucha por alcanzar un estado siempre provisorio de bienestar personal sino más bien, curiosamente, la constatación misteriosa de su existencia. Pero resulta que Caíto, además, es dos películas por el precio de una: un documental sobre la filmación de una película que lo tiene a Caíto como protagonista, y que incluye, como un añadido, la ficción pura como una de sus partes constitutivas. En ese segmento de ficción propiamente dicha, Caíto tiene una novia, rescata a una niña de las garras de una madre abusiva y después huyen los tres a bordo de un cuatriciclo por las rutas de Córdoba. A pesar de terminar con los tres comiendo como si fueran una familia a un costado del camino, bajo un cielo estrellado que un último movimiento de cámara parece señalar como ostensiblemente falso, esta aventura inventada no pasa por alto las dificultades del protagonista para desplazarse, ni su dependencia de la toma regular de un medicamento. De modo que esa zona de la película no termina de funcionar como una especie de fantasía salvadora acerca de otro destino posible para Caíto. La filmación de la película con Caíto como actor que se interpreta a sí mismo parece más bien una excusa, un modo como cualquier otro de confraternizar, de reencontrarse con amigos y conocer otros nuevos. Una escena muy bella, previa al rodaje, que muestra a los actores –entre los que se encuentran Bárbara Lombardo, Romina Ricci, el director Juan Baustista Stagnaro y Lucas Ferraro– metiéndose en un tanque australiano, sugiere que hacer la película tiene efectivamente una intención terapéutica. Bajo las órdenes de Pfening se ponen todos a nadar frenéticamente alrededor, hasta que después se retiran para que pueda deslizarse allí Caíto, que es arrastrado en círculos por la corriente producida por el movimiento que dejaron los cuerpos: Caíto también es, con toda lógica, una película de cuerpos. Cuerpos que se abrazan –a Caíto hay levantarlo de la cama, hay que sentarlo a comer, hay que subirlo al cuatriciclo, hay que ayudarlo a bañar– que se sostienen y se juntan, cuerpos que se cuidan con una dedicación y un cariño que parecen, de pronto, ser uno de los objetivos principales del cine. Guillermo Pfening ha hecho una película que no rinde cuentas como no sean las del amor fraternal. La novedad es que con ese combustible también se hace cine.