Juventud, divino tesoro
La nueva película de Stephen Frears (Relaciones peligrosas, Alta fidelidad, La reina) transcurre durante la Bélle Epoque, centrándose en el vínculo entre una cortesana y un joven malcriado. El resultado es irregular, pero tampoco decepcionante.
Veintidós años pasaron desde que Frears dirigió a Michelle Pfeiffer en Las relaciones peligrosas, adaptación de la novela epistolar de Choderlos de Laclos. Al binomio hay que sumarle el guión escrito por Christopher Hampton. Los tres vuelven a reunirse en Chéri (2009), film que transpone a la novela de Colette. Si hay algo que puede emparentar a ambas historias es el retrato despiadado de las ambiciones de sus personajes, capaces de sumirlos en juegos de perversión y –como consecuencia- en la más triste soledad. Pero mientras que hace dos décadas el realizador optó por subrayar este rasgo, aquí lo más pasional y contradictorio de las pasiones humanas (y por eso universales) queda en un segundo plano.
Lea (Pfeiffer) forma parte de ese grupo femenino cotizadísimo: el de las cortesanas. Si bien ha dejado de ejercer, aún la belleza y la seducción la acompañan. Un día pasa por la mansión de una colega interpretada por Kathy Bates, quien le pide que lleve a su hijo Chéri al mundo adulto. Que en el universo del relato debiera entenderse como un mundo “adúltero”. La educación sentimental se pone en marcha, sólo que ni el joven ni la profesional conocen las drásticas consecuencias que devendrán del posterior enamoramiento.
El principal problema de la película es que no termina de definir un tono. El propio film entabla un vínculo de liviandad con la temática amorosa desde el comienzo, mediante ilustraciones que ponen en contexto al espectador. También hay una voz en off que ironiza sobre las decisiones de los integrantes de la pareja. De allí al drama hecho y derecho hay un salto al vacío que no termina de amalgamarse con la totalidad del relato, sobre todo cuando Chéri –de nuevo por antojo de su madre- se casa con una joven tan aristocrática como él, pero menos vivaz e impulsiva.
Tampoco es muy convincente que el paso de los años deje tan pocas marcas en el cuerpo de Lea, puesto que desde que comienzo del romance hasta el final pasan siete años. Y son siete años en los tiempos en los que no existían ni el botox ni las cirugías plásticas. Frears cede ante el discreto encanto de esta clase acomodada y deja la mordacidad para los últimos quince minutos. No obstante, se nota la mano del director en la solvencia con la que resuelve en un montaje paralelo la vida de Lea y Chéri por separado, y en la leve comicidad con la que tiñe las escenas menos íntimas. Hacia el final, la película cobra un impulso dramático que la instala en la literalidad plena, y –en una operación de riesgo- cierra las grietas en la voz del narrador, dejando un sabor amargo pero más a tono con la historia de amor. Trunca, pero historia de amor al fin.