Cautivar o no cautivar.
Hace unos años, a la salida del recital de New Order, nos miramos con mis amigos las caras en busca de una explicación a aquello que no podíamos definir del todo: el recital nos había gustado, habían tocado todas esas canciones de Joy Division que queríamos escuchar, había sonado bien, pero algo pasaba que nos dejaba desconcertados. Entonces un amigo dijo una frase que después se convertiría en latiguillo interno: “no cautivó”, dijo, y todos entendimos y acordamos que en esas dos simples palabras se resumía todo el recital. Chéri se puede sintetizar con esa misma expresión.
La película de Frears es correcta y prolija. Si hiciéramos un chequeo de rubros ninguno podría calificarse de manera negativa: la época –Francia en los primeros años del siglo XX– está bien recreada sin caer en el regodeo escénico; las actuaciones se lucen sin estridencias, incluso la de Rupert Friend, que genera la excitación de una tortuga marina, se adapta a la historia; Michelle Pfeiffer deslumbra con su belleza y su papel parece pensado exclusivamente para ella; la música no es intrusiva; el relato es justo, preciso, la pericia narrativa de Frears está intacta, cada plano dura lo exacto y necesario, nada sobra, ni nada falta. Chéri toda, con el peso de la reunión de Frears, Pfeiffer y Hampton (guionista de Relaciones peligrosas), prometía ser una gran película, al menos en los papeles, pero el resultado fue bien distinto, y no cautiva.
El principal, y hasta se podría decir que único y grave problema es que Chéri está atravesada por la frialdad y la medianía. Incluso la historia no se plantea como la más seductora: un narrador en off, omnisciente (el mismo Frears) introduce el contexto con un auspicioso y sutil tono de comedia, tono que no se mantiene en la película, ese ligero quiebre de registro desconcierta más de lo que podría alivianar el drama, y luego el relato se sucede sin demasiada gracia. En pocos minutos vemos como una importante cortesana en tiempos de retiro se enamora del joven y algo disoluto hijo de una colega y, después de un matrimonio arreglado para el muchacho en cuestión –que le da nombre a la película, apodo puesto por esta misma mujer que antes era así como una especie de tía–, se separan por causa, básicamente, de la diferencia de edad, obstáculo imperante para el amor a largo plazo en la época. Entre la falta de carisma del protagonista y la sensación constante de trabajo a reglamento del staff entero, el amor, el drama, el dolor y hasta la posible tragedia pasan sin pena ni gloria, displicentemente. Es una película bien hecha, pero sin pasión, y se nota. Simplemente, no cautiva.