Documental que cuenta que fue de los cines de barrio, como el Maipú, el San Martin de Avellaneda y el viejo Cine Colonial entre otros. Al ritmo de los recuerdos de tres pibes que trabajaron en ellos van surgiendo los relatos de la época de estos olvidados. Pedro fue acomodador y nos cuenta desde su living como conoció a su esposa y muestra sus fotos, Damiano fue operador del cine Maipú y se emociona ante el hecho de volver a pisar donde realizaba el trabajo que ama. José fue el último proyectista del inolvidable cine San Martín de Avellaneda, también fue representante gremial y referente de los trabajadores del rubro en zona sur, aunque el film no hace casi mención a esto. Oscar sigue siendo un distribuidor de películas desde el año 62 y por ultimo esta Nelio, quien representa a los espectadores, con 79 años no cuenta como se veían estos cines, cuales eran las costumbres , que films o series apasionaban y como fueron decayendo. Brunetto arma el documental a pura entrevista e imágenes antiguas de los cines, actualmente devenidos en Bingos, templos evangélicos y algún que otro restaurante asiático. No se menciona del todo la lucha por la recuperación de los mismos, si se indaga bastante sobre las diferencias entre las antiguas salas y las cadenas de cine que imperan actualmente como lo son Cinemark, Hoyts y Village. Entre imágenes de zona sur, butacas desechas, proyectores, entradas y mani con chocolate se va relatando el auge y el ocaso de las salas, el film se queda a medio grito de Muerte a Pochoclin, ya que no profundiza en si en el tema, sino que lo va esquivando hábilmente.
Cine vs Cines En Argentina, como en gran parte del mundo, los cines de barrio fueron desapareciendo absorbidos por templos evangélicos o centros comerciales. Las cadenas o multipantallas coparon el mercado cinematográfico y hoy queda menos del 10% de las salas con que el país contaba 30 años atrás. Cine, Dioses y Billetes (2009) habla de eso, de cómo los cines fueron muriendo y hoy nos tenemos que resignar a verlos convertidos en algo para lo que no se hicieron o simplemente ya no están. Con testimonios de trabajadores de los cines como Damiano Berlingieri, José Olguín, Pedro Strelec, Oscar Usi y Noelio Corneli, el realizador, Lucas Brunetto va armando un collage sobre como todo se fue transformando hasta llegar a la casi inexistencia del cine de barrio y de cómo los complejos inundaron el mercado. Con una estructura clásica, pero sin caer en la típica voz off/over, el documental se va construyendo a partir de alegatos e imágenes que actúan en contraposición, mostrándonos un pasado grandilocuente con un presente despojado. Imágenes de cines repletos, en dónde solamente se permitía el ingreso de personas con traje y sombrero se confronta con las imágenes del mismo cine, ya inexistente o convertido en una galería de productos falsificados. El documental de Brunetto que centra la historia en el partido de Avellaneda (Pcia. de Buenos Aires- Argentina) traza de manera inconsciente un paralelismo con la decadencia de la industria cinematográfica y como el público fue mutando hacia otro tipo de consumos. La compra de películas pirateadas o la desacarga on line, podría decirse que ayudaron a la muerte de los cines. Si bien Cine, Dioses y Billetes podría considerarse una película para cinéfilos, resulta interesante para todo tipo de público por lo que muestra y como lo muestra, haciendo del mismo un tema universal que actúa como un reflejo de los cambios sociales que ha sufrido el mundo a raíz de la globalización. Una película que interesa más allá del amor al cine que uno pueda tener.
Elegía por una pasión perdida Documental sobre la desaparición de los cines de barrio. El documental Cine, dioses y billetes, sobre la desaparición de casi 2000 salas de barrio a partir de mediados de los '70, funciona como una gran elegía, con módicas dosis de ilusión: que por iniciativa de vecinos o del Estado, no del mercado, se reabran algunos cines. El tono general del filme de Lucas Brunetto, que rescata un cálido mundo extinguido, es nostálgico, con la esperable influencia de Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore. Los protagonistas son hombres mayores -proyectoristas, acomodadores- que formaron parte de aquel paraíso familiar perdido. Hay que aclarar que Brunetto pone el énfasis no sólo en las transformaciones obvias en el modo de exhibir, ver y sobre todo vivir el cine, sino en otros aspectos sociológicos. En su película recorre las historias de salas de Avellaneda, Wilde, Sarandí y otras localidades del primer cordón de la zona sur del Gran Buenos Aires. Su intención es demostrar que los cines de esa zona, alguna vez industrial y próspera, tuvieron su apogeo antes del golpe militar y la instauración de políticas neoliberales. Hoy sorprende, y mucho, ver salas para 1.500 espectadores repletas. Los contrastes entre la pasión del ayer, con su función social, y la frialdad de los complejos multipantallas del hoy, con su interés comercial, sobrevuelan los testimonios de los proyectoristas, pero a la vez trazan una continuidad: muchos de ellos siguen trabajando en cines de shopping. Con imágenes de las reconversiones de los cines y un final con cámara subjetiva que conmueve, Brunetto evita el exceso de cabezas parlantes y mueve a sus entrevistados por sitios que oscilan entre la antigua felicidad y la resignado presente. Una película sencilla, bella y emotiva, como aquellas tardes en continuado.
Documental sobre las entrañables salas de barrio El paso del tiempo, sumado al auge de la televisión y de los videos y a cierto retraimiento financiero, hizo que los cines de barrio fueran desapareciendo para convertirse en sitios destinados a cultos religiosos, a bingos, a playas de estacionamiento. El director y guionista Lucas Brunetto destacó en este cálido documental la centralidad que tuvieron esas salas y para realizar este recorrido histórico convocó a un grupo de hombres que, por su labor, hicieron posible por décadas su funcionamiento; así, proyectoristas, acomodadores, carameleros y combinadores (los que llevaban los rollos de películas de una sala a otra en rápidas maniobras de sus motocicletas o de sus desvencijados autos) se transforman en los verdaderos protagonistas del film. En una crónica íntimamente ligada al afecto y a la memoria Damiano Berlingieri, José Olguín, Pedro Strelec, Oscar Ursi y Noelio Cornelio, que en aquellas épocas de esplendor fueron tanto proyectoristas como carameleros, acomodadores y combinadores, relatan sus vivencias teñidas por una pátina de melancolía, de alguna lágrima que corre por sus mejillas y de variadas anécdotas que reflejan aquellos años en que en el Gran Buenos Aires se multiplicaban los cines y el público de esa zona podía tener las pantallas casi al lado de sus viviendas. Este documental se convierte así en un homenaje a esos cines a los que la modernidad dejó de lado y que ahora, y a través del esfuerzo de los vecinos, intentan volver a ocupar aquellos lugares como una necesidad para la reconstrucción de la memoria colectiva.
Al rescate de los viejos cines de barrio El dato es contundente: hasta los años ’70, había más de dos mil salas de cine en Argentina. Y durante la década del ’80 y principios de los ’90 cerraron 1750. La estadística se menciona en el documental Cine, Dioses y billetes, de Lucas Brunetto, y en rigor, es la única información periodística que aparece en el film, ya que su eje es otro: las vivencias personales de un puñado de proyectoristas y acomodadores de los viejos cines de Avellaneda, quienes cuentan cómo era el cine en la época más gloriosa. Sin recurrir a la voz en off, Cine, Dioses y billetes presenta en sociedad a Damiano Berlingieri, un italiano cercano a los 70 años que vino a la Argentina en los ’50, en pleno apogeo de los cines de barrio. Berlingieri fue proyectorista del cine Maipú. Otro de los protagonistas es José Olguín, que compartió el oficio de Berlingieri durante 30 años y su último trabajo fue en el Cine San Martín de Avellaneda. Mientras que el octogenario Pedro Strelec, oriundo de Polonia, se desempeñó durante buena parte de su vida como acomodador del viejo Cine Colonial. Entre otros entrevistados, son estos tres lo que más se lucen en el documental. Y hablan de todo: cómo eran sus oficios, sus rutinas y las circunstancias por las cuales empezaron a trabajar en el rubro. Con una memoria a prueba de olvido, comentan las primeras películas que les tocó proyectar, destacan la diferencia entre el trabajo durante su época y la actual. Mientras el film avanza, los protagonistas explican cómo funcionaban los cines de barrio, donde generalmente se exhibían tres películas: dos de complemento y el estreno. Y señalan que, durante los intervalos, solían organizarse actuaciones en vivo de cantantes, sketches de cómicos o performances de malabaristas que duraban unos veinte minutos. Y todo eso era gratuito. Todos coinciden en que ir al cine era un verdadero acontecimiento familiar. “Ahora, pasan una película para chicos, vienen los padres, los dejan, saben que a tal hora termina la película y vuelven a buscarlos”, dice uno de ellos. Este es el espíritu del film de Brunetto: viejos entrañables que con sólo escuchar los relatos de sus vidas dedicadas al cine producen una gran carga emotiva. La sensación de que todo tiempo pasado fue mejor sobrevuela constantemente el documental, impregnándolo de un tono nostálgico. Y algo de eso hay: con los complejos multipantalla, esas rutinas que ellos describen desaparecieron. Y muchos cines de barrio se convirtieron en templos evangelistas. Pero la de ellos era otro tipo de procesión que, sin ser religiosa, no dejaba de tener una mística muy particular. El mayor acierto de Brunetto radica en la elección de los protagonistas que iluminan la pantalla, pero los desajustes del film tienen que ver con que muchas veces los entrevistadores aparecen en cámara innecesariamente. Y, en el caso de las entrevistas a la gente en la calle, se nota el micrófono como si la periodista estuviera en los exteriores de un noticiero televisivo, olvidando que se trata de cine, en varios sentidos.
El pasado edulcorado Para los que quieran recordar tiempos que ya se han ido, esta película puede llegar a resultar interesante, sobre todo por las entrevistas en las que distintas personas unidas a las viejas salas de cine de barrio (proyectoristas y acomodadores) rememoran sus experiencias laborales. Pero Cine, dioses y billetes no ofrece mucho más que una pátina de nostalgia fácil. Ni siquiera hablemos de un intento por generar una imagen de conjunto, por presentar las causas de la decadencia de esas salas, por explicar o describir un fenómeno muy amplio y a estas alturas francamente irreversible. Pero está bien, lo que se propone Brunetto es otra cosa: armar un lindo álbum de imágenes gastadas con musiquita de piano y lamento por el mundo. Es un hecho que cualquiera que haya asistido al cine duramente más de diez años (o se preocupe hoy por la situación del cine) reconoce fácilmente: antes las películas se veían en salas de barrio un tanto fastuosas, dedicadas enteramente al séptimo arte, que ofrecían una mística que nunca podrán ofrecer los complejos multisala de hoy. Como muestra insistentemente la película, hoy la mayoría de la gente que va al cine asiste a complejos que están instalados dentro de centros comerciales, que se encastran de forma más cruda en la cadena de comercio, que tienen más luces pero menos charm para proyectar películas. Y la gente va menos al cine. Cine, dioses y billetes no va a avanzar mucho más allá de esta constatación. Los viejos proyectoristas recuerdan sus relaciones con el cine, con ese trabajo que era un oficio, con un cierto amor por el cine. A eso se oponen imágenes de esas viejas salas de cine hoy: se lo repite una y otra vez, lo que antes eran mágicos palacios hoy son estacionamientos, salas de bingo o iglesias. Una y otra vez se repiten tomas de las mismas salas de cine clausuradas, recicladas, bastardeadas. La música melancólica (y también repetitiva) intenta generar un clima que Cine, dioses y billetes nunca puede sostener. Lo que se busca es el golpe de nostalgia, y para eso se llega a mostrar un fragmento de Cinema paradiso, cuando la vieja sala de cine es derrumbada. Solo que lo que en esa película de ficción era un clímax construido laboriosamente, acá aparece como otra evidencia de las lágrimas que se supone que debería estar generando lo que estamos viendo. Las ideas que nos presenta Cine, dioses y billetes no solo son pocas, sino que además son francamente chatas. De no ser por la proyección en 35 mm. en una sala a oscuras, uno podría creer tranquilamente que está mirando un documental educativo pagado por algún ministerio de cultura. Probablemente ese sea su destino: terminar siendo proyectada en algún canal de televisión estatal que la saque a flote como ejemplo edificante para algún programa que quiera recuperar una vieja sala de barrio como centro cultural. Está muy bien apreciar el patrimonio histórico de la ciudad, bien poco se hace para protegerlo, pero con eso no alcanza para hacer una película.
Los cines cierran. Especialmente los que están en los barrios, pero no sólo ellos. No se trata de un fenómeno circunscripto con exclusividad al pasado reciente, esa década álgida de los años noventa en la que las salas de cine se reconvertían en playas de estacionamiento, salas de bingo o templos dedicados al culto religioso. En una queja repetida, la película de Brunetto señala el inicio del desastre mucho antes, pero se encarga de diseñar su propio eje del mal en el que los dioses (nótese el plural) y los juegos de azar parecen constituirse en los enemigos más visibles del cine. Acaso por desinterés, se dejan otras variables de lado para el cierre. Cines, dioses y billetes se preocupa en principio menos por pensar cabalmente esa desaparición que en instalarse sobre un lecho de nostalgia en la que la alusión a la inefable película Cinema Paradiso parece operar como seña de pertenencia. Hubo un tiempo que fue hermoso: es el diagnóstico de la película. Había muchos cines en la Capital y en el conurbano, al que se le dedica en verdad la película, más que nada el partido de Avellaneda y su zona de influencia: los cines de barrio, salas majestuosas, al menos en sus ínfulas; salas de cine erigidas como panteones, como modernos templos de alguna clase de veneración pagana. Lugares en los que el público se religaba a sí mismo mediante esa ceremonia tenaz de las luces y las sombras, conseguía reconocerse como parte de un todo, de una argamasa cósmica que alcanzaba su forma definitiva en la fruición y la pasión compartidas. Como lo recordaba Edgardo Cozarinsky, eran los palacios plebeyos, que invitaban a la aventura y al éxtasis. Se podía levantar la vista al techo y mirar unas estrellas tan brillantes. Eso pasaba por lo menos en algún cine de esta ciudad de Buenos Aires. Es verdad: el espectador se transportaba. Hay bastante literatura al respecto. Al director de Cines, dioses y billetes no parece importarle, si embargo, el carácter de las imágenes del cine –su densidad y pertinencia particulares– sino más bien el fantasma comunitario que esas imágenes son capaces de invocar. O eran capaces, que de eso se trata el asombro doliente que se asoma en la película. No importan los directores. Los títulos, casi tampoco. Apenas. Lo que cuenta es el desplazamiento ritualizado del público a las salas, el acto de asistencia que nos confirma junto al otro en el gesto común, en el deseo y en la expectativa con las que participamos del rito. En La última película, de Peter Bogdanovich, cierra el cine, también: una sala de pueblo, en ese caso. Pero allí lo que realmente pesa del asunto es la clase de cine que se acaba, el momento de esencial clausura que a partir de ahí se verifica. Es el cine de los semidioses el que no va a estar más, pues son ellos los que tienen el secreto que el director intenta desentrañar en su libro Who The Devil Made it, es un cine único y por tanto irrepetible, confeccionado en buena medida en base a chispazos de genio aislados, fragmentos de saber a los que hay que atrapar para ver si nos dicen algo. Cinema Paradiso, en cambio, se acerca más a la idea de la experiencia común perdida que era hija directa de la situación del cine como industria. Brunetto intenta problematizar ese tipo de ausencia. Cine, dioses y billetes se ahorra en parte las lágrimas, pero su reclamo está cocido con el mismo barro que usó Tornatore. El mundo cambia, es una tristeza, dice la película de Brunetto: se levantan casas en las cuales la gente se dedica a timbear. O, en su defecto, casas en las que moran pastores gritones y dioses venales. Billetes y más billetes. Como si antes no se cobrara entrada o el cine no movilizara prácticamente desde su nacimiento negocios millonarios. Los trabajadores de las salas, proyectoristas, acomodadores, muchos relocalizados actualmente en los complejos de los shopings, recuerdan aquello en Cines, dioses y billetes. Sus relatos son amenos, amables, constituyen el murmullo de genuina melancolía sobre el que se asienta la película. Puede conmover el testimonio de esos hombres: son sus días de gloria los que se fueron. Aquellos en los que había cuadras de cola de espectadores. Son seres regios pertenecientes a una raza envejecida, diezmada a golpes de tiempo: titanes de una generación perdida. Nada menos. La película recuerda todo eso como un poema cantado en voz baja: cambia, todo cambia. Ya lo sabíamos, pero Cines, dioses y billetes insiste en hacer de las novedades operadas en el consumo de películas (pues también se trata de eso, si se lo examina bien) un problema existencial. El director establece el combate, presenta sus armas, pero el enemigo es más esquivo de lo que parece, y la película no alcanza a esclarecer de qué clase de oponente se trata, cómo llegó ahí, cuál es su estrategia. Entonces, sólo le queda la incomodidad, la admonición solapada de orden moral. Y el sentimiento de piedad por aquello que ya no es.
Emotiva evocación del Cinema Paradiso criollo “Cine, dioses y billetes” es nuestra Cinema Paradiso del cordón industrial de la ciudad de Buenos Aires. El documental reseña el surgimiento en las décadas del ’30, ‘40 y ’50 del siglo XX de las salas cinematográficas, su apogeo, esplendor y decadencia, hasta desaparecer o transformarse en templos de pastores evangelistas, bingos, supermercados, salones de baile o galerías comerciales El tratamiento de esta realización es muy tierna, impregnada de nostalgias latentes, tanto en la palabra como en la presencia de dos proyectoristas, u operadores cinematográficos, un acomodador, un combinador y un espectador quienes dan su testimonio, como en quienes fuimos testigos de muchos de los acontecimientos narrados, al tiempo de servir para que las nuevas generaciones tengan conocimiento que la Argentina tuvo su época gloriosa en materia de biógrafos, cinematógrafos, salas cinematográficas, o simplemente cines. Los testigos convocados hacen hincapié, desde su ángulo de visión, en que el cine era un lugar de encuentro barrial, donde las familias veían tres películas y cubrían media jornada de un día de sus vidas; recuerdan que ir al cine era una ceremonia; que muchos adolescentes (y los que ya habían superado esa etapa) lo buscaban como un refugio para chapar con su novia (en el sentido que ello tenía por entonces), que frecuentemente terminaba en casorio. Los testimonios de quienes fueron parte de esa época afloran y son reales. Particular significación adquiere la intervención de Damiano Berlingheri (66 años), un “tano” que arribo a la Reina del Plata por los años ’50 para afincarse definitivamente. Operador con 50 años de profesión, muy querido por el ambiente cinematográfico, especialmente por los críticos veteranos. Damiano sigue al pie del proyector actualmente en el microcine de Vigo (Ayacucho al 500), donde semana a semana nos recibe bonachonamente, con su habitual simpatía y cordialidad. A la bonhomía y la pasión con que Damiano narra fluidamente a cámara recuerdos y anécdotas que atesora, suman su aporte, con igual tono y humor, sus colegas veteranos José Olguín (proyectorista, 79 años), Pedro Strelec (acomodador, 88 años), Oscar Usi (combinador*, 64 años) y Nelio Corneli (espectador, 79 años). dan vida a esta historia de pasiones y sentimientos encontrados. “Cine, dioses y billetes” es el humano reflejo de pasiones y sentimientos traducidos en una realización modesta, adecuadamente resuelta, que con fidelidad refleja el pasado de nuestras salas de cine. La historia que refiere, con distintos matices, pero con la misma esencia, se debe repetir en muchos lugares de nuestro planeta, cuyo antecedente lo podemos en “Cinema Paradiso”(1988), la bella e inolvidable evocación del italiano Giuseppe Tornatore, que en 1989 ganó el Oscar a la mejor película en lengua no inglesa.