Imaginemos un escenario diferente al del estreno de Corazón loco (2020), protagonizada por Adrián Suar, Soledad Villamil y Gabriela Toscano. Pensemos en un momento histórico en donde el rol de la mujer en la sociedad sólo estuviera dominado por las trampas, violencias y exigencias patriarcales. Allí, en un mundo distinto al de hoy, las mujeres acataban órdenes y ante algún “desvío” de la norma se las tildaba de locas o putas, esta película se celebraría, o al menos esbozaría alguna sonrisa en el público, principalmente en el masculino.
Pero estamos en 2020, y a pesar del supuesto ingenio con el que el guion de esta dramedy, escrita por el propio Suar y el director Marcos Carnevale, maneja algunos puntos asociados a la bigamia, no termina de consolidar una base ética ni un punto de vista válido para trabajar con cuidado el ríspido camino para narrar la vida de un hombre (Suar) que decide mantener dos familias en secreto.
A medida que avanza la historia de la película, y por más esfuerzo que se haga, nada puede solucionar el timming con el que se estrena este relato, que no solo cae en lugares comunes, desagradables, sino que lo presenta con un discurso plagado de misoginia exacerbada y estereotipos para subrayar a sus personajes.
Corazón loco se divide en dos partes, una primera, enmarcada en el clásico vodevil de equívocos, donde Fernando (Suar) hace lo imposible para cumplir con sus obligaciones profesionales y familiares en Buenos Aires y Mar Del Plata, donde tiene un hogar en cada una de esas ciudades (no pidamos verosimilitud a nada de aquello que se muestra), y una segunda en donde un plan de venganza por parte de las mujeres engañadas se gesta a partir del descubrimiento de sus mentiras.
En la primera etapa se describen a los personajes, Fernando es un ser explosivo, que siempre corre para atender a las dos familias, y el contraste entre Paula (Toscano) y Vera (Villamil), sumisa e ingenua una, feroz y empoderada otra, viabilizan la progresión dramática en donde la tensión se cimenta en el conocimiento por parte del espectador de esa información que los protagonistas carecen.
Es frecuente la representación del bígamo como un ser verborrágico y siempre al borde de un colapso, algo con lo que Corazón loco comulga, al igual que con la representación liviana de un drama familiar y vincular, que en otros tiempos, tal vez, se empatizaba, pero que hoy en día es insostenible. Curiosamente siempre la cultura popular se ha nutrido de esta situación irregular para construir éxitos sin precedentes, Naranja y media, Mi amor Mi amor, 100 días para enamorarse, en televisión, La tercera orilla (2014), de Celina Murga, y Los chicos crecen de Enrique Carreras en el cine, y algunos casos foráneos como El bígamo de Ida Lupino (tal vez la mejor producción sobre este tipo de vínculo, con un análisis y reflexión sobre la humanidad de los personajes), o Profesión Bígamo, con Rafaella Carrá, pero claro está, eran otros tiempos.
A lo retorcido de pensar una historia así en ésta época, se le suman los subrayados con los que se configuran los personajes, la falta de resolución y continuidad de secundarios, la necesidad de demostrar opulencia en escenas hilvanadas por tomas de drone, y PNTs insostenibles. Nada eso permite que el chiste avance hacia ese segundo tramo anteriormente mencionado.
Hacer humor es cada vez más complicado, ¿pero cómo podría haberse resuelto este mismo tópico en esta época? podemos reírnos con algún gag, sí, con el esfuerzo de Suar por parecer gracioso haciendo una vez más su personaje, también, pero eso no termina de superar la inevitable cuesta arriba que se hace ver un producto que evita dialogar con su época, que mira hacia otro lugar cuando se desean superar cuestiones olvidables de la cultura popular de antaño, que sigue eligiendo al hombre como centro de todo y que le da la espalda a sus protagonistas femeninas, mujeres que ni aún en el plan de vengarse de aquel que les hizo vivir una pesadilla, pueden superar los caprichos de un guion que transita por una delgada línea de incorrección política con vestigios de viejos preceptos narrativos. El final, sin moraleja, termina por apoyar una práctica que ni siquiera en la ficción puede aprobarse y pasa de largo de aquello que finalmente piensa sobre la bigamia, o a ver si su protagonista aún a punto de perder su vida no volvería a revivir su “hazaña”.