Una realidad hecha de deseos y pesadillas
El director y su actriz y coguionista Eugenia Capizzano tomaron uno de los relatos más exigentes de Silvina Ocampo y reencontraron la potencialidad del cine desde el lugar más impensado: la palabra.
Algo está cambiando en el cine argentino. Con todas sus diferencias, tres de los estrenos nacionales de esta misma semana (que están entre los más importantes del año y por lo tanto no debieron haber coincidido en su lanzamiento) van dejando atrás el realismo puro y duro que fue predominante en los últimos tiempos y se internan por otros caminos: Los salvajes se asoma al universo de lo mítico y lo sagrado; La araña vampiro se arriesga por la vía del fantástico; y Cornelia frente al espejo propone la que quizá sea la aproximación más audaz –y también la más lograda– a uno de los mundos más singulares de la literatura argentina.
La más audaz, porque el director Daniel Rosenfeld y su actriz y coguionista Eugenia Capizzano tomaron uno de los relatos más elusivos y exigentes de Silvina Ocampo y lo hicieron respetando casi línea por línea cada uno de sus diálogos, sobre los que se construye toda la estructura del cuento. Y la más lograda, porque al asumir esa literalidad esencial de su fuente no han resignado ninguna de las potencialidades del cine. Por el contrario, se diría que las reencontraron desde el lugar más impensado, desde la palabra, que aquí reencarna en la imagen.
La extrañeza esencial y la sutil perversidad del universo de Silvina Ocampo podían encontrarse hasta ahora solamente en el cine de Lucrecia Martel, que nunca adaptó ninguno de sus textos pero siempre pareció dejarse impregnar por ellos. El acercamiento del film de Rosenfeld es completamente diferente, porque recurre a la fuente directa, pero esa fidelidad no está entendida como sumisión al texto, sino como la manera de apropiarse de un mundo y materializarlo de un modo sorprendente, a fuerza de un conocimiento profundo de la obra y de un sinfín de detalles que hacen al todo, al punto que la película parece “habitada” por el cuento. O incluso como si el cuento ahora pudiera leerse como el guión publicado a posteriori del film.
Como ya sugiere el título del relato, hay algo de Lewis Carroll en la aventura de Cornelia, cuando inicia un diálogo consigo misma frente al espejo y decide suicidarse, casi como un gesto de coquetería, con “cierta crueldad inocente u oblicua”, como definía Borges a la literatura de Ocampo. El film de Rosenfeld resuelve muy bien este primer tramo, con otra actriz –otro rostro, otro cuerpo (el de Eugenia Alonso)– que asoma detrás del azogue del espejo en el que Cornelia cree reflejarse. Ese espacio fantasmático que se abre a partir de allí no hará sino profundizarse: la realidad se trasmuta y paulatinamente esa vieja casona familiar, plagada de objetos y recuerdos, funcionará como una usina de espectros. Una niña inquietante, que habla de muñecas y piedras preciosas (¿o “esmeralda” hará referencia a la calle con nombre de joya?), un ladrón obsesionado con abrir una caja fuerte que lleva en su cerradura la marca “Borges” (Rafael Spregelburd), un amante que dice haberle dado un beso que Cornelia no recuerda (Leonardo Sbaraglia). A todos, ella les va pidiendo que la maten, pero como en un sueño –o peor aún, una pesadilla– le niegan una y otra vez ese capricho.
Es notable la manera en que Eugenia Capizzano encarna a su personaje, al punto que la actriz, sin desaparecer, sólo permite ver a Cornelia, con sus dubitaciones y desplantes, con esa indecible melancolía que aflora detrás de su juventud y su sonrisa. Se diría incluso que en su interpretación está también la dramaturgia del film, como si esos diálogos que no fueron escritos para ser representados encontraran de pronto en ella la manera de ocupar el espacio y el tiempo.
A esa precisión, Rosenfeld –con la colaboración inestimable de Matías Mesa en fotografía– le suma la suya propia desde la puesta en escena, siempre abierta a la ambigüedad, al misterio. Se diría que su modelo estético es ése que sugieren los collages de Max Ernst (provenientes de su libro Una semana de bondad) que ilustran los créditos iniciales: una realidad transfigurada, onírica, inquietante, hecha de ensoñaciones, temores y deseos sin tiempo.