En Copia conforme Abbas Kiarostami le hacía defender a su protagonista la legitimidad estética de las copias en las obras de arte argumentando que estas segundas versiones no eran otra cosa que la exaltación por repetición de la belleza del original. En la película del director iraní, mezclando confusos propósitos de seducción con la defensa de un libro chapucero, William Schimell le decía a Juliette Binoche que una segunda versión puede ser hasta más valiosa que la primera siempre que dispongamos de suficiente inocencia y predisposición para admirarla.
El tema del original y la copia está especialmente presente en Cornelia frente al espejo por el énfasis de sus realizadores en resaltar la literalidad de la adaptación respecto del cuento en que está basada.
Ya desde los créditos podemos entrever esa voluntad cuando se consigna directamente a Silvina Ocampo (autora del cuento homónimo que originó el film) como responsable de los diálogos. La temprana declaración de principios otorga una primera tranquilidad al espectador, quien sabe que por lo menos el texto no va a ser mancillado con una mutación traicionera capaz de hacer revolcar a la escritora en su paqueta tumba dela Recoleta. Sinembargo, este apego a la vez puede implicar una limitación que termine asfixiando el resultado de la adaptación y su valor como hecho artístico autónomo.
La mayor parte de la película transcurre en los interiores de una casa familiar, grande, bella y antigua, a la quela Corneliadel título llega con un frasquito de veneno para suicidarse y donde sucesivamente va entrevistándose con distintos personajes que, algunos más explícitamente que otros, se revelan como pedazos de su propia experiencia y personalidad. Entre muebles antiguos, que parecen pertenecer a gente que ya no está, el director Daniel Rosenfeld pone a conversar a los personajes que craneó Ocampo en una puesta más cercana al teatro que al cine. Entre escenas de acción, la cámara se ocupa de registrar esos objetos que contribuyen a crear ese clima de indecisión entre el mundo real y el de los fantasmas que propone el cuento pero que, muchas veces, atenta contra el ritmo de la narración.
Por su parte, los actores corren dispar suerte en la tarea de dicción de las palabras que fueron pensadas para ser leídas y no dichas. A Eugenia Campizzano se la nota orgullosa del personaje y segura en la piel de su Cornelia, y Rafael Spregelbourd, quizás por su experiencia teatral, sale airoso encarnando al buen ladrón que quema iglesias pero que no le da para matar gente. Su fragmento es el más afortunado de la película y en el que se rescata el sabor naif y siniestro que Silvina pone a sus historias.
Pero más allá de sus de sus aciertos y errores, es la doctrina Kiarostami la que redime esta copia certificada. La vuelve querible por el amor a su original e interesante para nuestra subjetividad si nos interesa la observación del esfuerzo de sus realizadores para traducirla al cine. Ahora, si creemos que Abbas es un charlatán o que toda su teoría es una excusa para decir una cosa diferente que no tiene nada que ver con el objeto de esta nota, Cornelia frente al espejo está en serios problemas.