Una literatura sutil a través del espejo
Siempre es difícil trasladar al cine el espíritu y el estilo de Silvina Ocampo. Se acercó mucho el exquisito Carlos Hugo Christensen en la coproducción braso-argentina «La casa de azúcar». Hicieron la suya Arturo Ripstein y Manuel Puig en la mexicana «El otro». Acá lo intentaron Marcos Madanes, Lilian Morello, Alejandro Maci (dos veces, una de ellas con guión de María Luisa Bemberg y Jorge Goldenberg). Ahora, y de primera intención, Daniel Rosenfeld y Eugenia Capizzano han logrado instalarse en ese espíritu y ese estilo inasibles, casi indefinibles. Y no como quien toma una casa por asalto, sino como quien la invade sin hacer ruido, para filmar han logrado instalarse en la casona de Domselaar donde se veneraba el recuerdo de Felicitas Guerrero, muerta por amor a manos del tío abuelo de Silvina Ocampo. Lugar indicado, según se advierte, para ilustrar este cuento de amores evanescentes, decisiones fúnebres, espejos y conversaciones que amablemente confunden a quien se acerca.
Pocos datos se ofrecen para su comprensión inmediata. En un momento medio atemporal, una joven coquetea con la idea del suicidio y charla sucesivamente con una mujer levemente mayor, que recuerda su infancia y sus defectos, con una niña desconocida que viene «a ver las muñecas de piedra», un ladrón ineficiente, de antifaz ridículo, y un comedido de buen aspecto y bigote falso. Si son reales o no, si son evocaciones alteradas o fantasmales, o la misma joven es un nuevo fantasma que todavía ignora serlo, eso ya corre por cuenta de las felices especulaciones de nuestra aspirante a suicida y de quienes se sienten enganchados en la trama.
Para conducirla, Eugenia Capizzano, protagonista y coadaptadora, muestra un encanto casi espiritual muy adecuado. Un adagio de Saint-Saens aplicado en más de una ocasión, algo de Josef Suk, Brahms y Arriagada, colaboran en el clima. El rostro de la niña, confuso a través de un vidrio biselado, la repentina aparición de alguien de ropas negras atrapando de atrás, por la cintura, a la joven de ropa clara, el empleo de viejas fotos para acompañar una supuesta confesión y, al comienzo, la visión de los perturbadores grabados de Max Ernst para «Una semaine de bonté» (que no era nada bondadosa) predisponen a ver misterios inquietantes. Los largos diálogos fielmente transcriptos del cuento original, que, precisamente, se desarrolla en base a diálogos, la falta de otras instancias estremecedoras, también la falta de mayor sentido del humor y del ritmo, y la extensión a más de hora y media, hacen que el final, agradable, preciso, nos agarre cansados.
Curiosamente, están el espíritu y el estilo de la escritora. Falta un poquito de su levedad. ¿Lo hubieran hecho mejor Christensen o Carlos Schliepper, autores de muy gratas comedias de situaciones fantásticas en los años de juventud de Silvina Ocampo? Para saberlo habría que acompañar a Cornelia a través del espejo.