De la península escandinava están surgiendo sorpresas cinematográficas en número creciente, con producciones de gran calidad y originalidad que terminan por tomar por asalto a las plateas de todo el mundo. Arrancamos con la versión original de Insomnia (1997), seguimos por la competente serie B de Dead Snow, y culminamos con la trilogía Millenium. En toda esa parva de filmes que han superado las fronteras heladas de Escandinavia se destaca una joyita y que se trata de Déjame Entrar - un atípico filme de vampiros -. Muy pronto se convirtió en un objeto de culto y Hollywood se apresuró a adquirir los derechos para la correspondiente remake, la cual está agendada para este año.
Aquí el autor John Ajvide Lindqvist parece haberse inspirado en el personaje de Kirsten Dunst en Entrevista con el Vampiro (1994), en donde una nena estaba condenada a permanecer atrapada en su cuerpo infantil para toda la eternidad - lo que terminaba por transformarse en una situación de pesadilla para la protagonista -. Además sigue de cerca la filosofía del filme de Neil Jordan, convirtiendo a los vampiros en figuras trágicas víctimas de una maldición que no pueden deshacer y que están condenadas a una vida eterna de contemplación de muerte y dolor. Pero hasta allí llegan las influencias; por el resto Déjame Entrar toma rumbos nuevos y, muchas veces, demasiado inquietantes.
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Esta es una película que incomoda al espectador. Esa sensación extraña - que muy pocos filmes me han producido en toda mi vida - surge de la verdadera naturaleza del filme, que es la historia de dos sicóticos homicidas que tienen tan sólo 12 años de edad y que tienen una atracción mutua que va desde la ternura hasta lo puramente sexual. La enferma relación entre Eli y Oskar no difiere demasiado de la dupla central de Henry, Retrato de un Asesino, con la excepción de la edad de los protagonistas. Oskar es victimizado por sus compañeros de colegio, pero las reacciones del pibe no son muy normales que digamos - su primer pensamiento es rebanarlos con un cuchillo -. El chico es hijo de padres divorciados y los mismos no le prestan demasiada atención; incluso hay pistas que podrían llevar a pensar que su padre se ha metido en una relación homosexual. Por su parte, Eli es todo lo contrario: una figura dominante y demandante que lleva a su padre al límite de los sacrificios para saciar su hambre. Es una relación gélida y desagradable, en donde al hombre aún le quedan rastros de cariño por su monstruosa hija, pero no es un sentimiento recíproco - sería interesante especular si el hombre es realmente su padre y no "otro chico" que conoció hace 30 o 40 años -. Y, cuando el padre - cazador de víctimas para su hija - desaparece, la chica queda sola y se afianza aún más en su relación con el perturbado Oskar. Es en esos momentos en donde el filme entra en una zona de incomodidad creciente. Uno siente que estos dos son socios porque comparten vidas arruinadas, pero aún así - en su condición de pareja de parias - les resulta imposible liberarse emocionalmente y ser demostrativos el uno con el otro. Esta es gente con serios daños afectivos, y eso se nota (otro punto más de similitud a la relación de Henry y Becky de Henry, Retrato de un Asesino). La situación de Oskar no difiere demasiado de la de Eli, estando dispuesto a aceptar cualquier cosa con tal de que alguien lo quiera. Por su parte, la chica no puede frenar su naturaleza chupasangre pero la edad y actitud de Oskar terminan por ganarle. Dicho todo esto, el filme se sumerge en algunas situaciones risqué sobre la sexualidad reprimida de estos chicos de 12 años - visiones fugaces de Eli desnuda; los dos chicos pasando una noche juntos en la cama; la ciega obsesión de Oskar por aceptar a Eli, aún cuando ella le niegue que es una "niña"; algunos besos sangrientos después que Eli se merendara a alguno de los vecinos del barrio - que terminan de erizarle la piel a más de uno. El punto no es la atracción sexual entre los protagonistas, sino que su relación es muy retorcida.
Aún cuando Eli no fuera un vampiro (y fuera simplemente una homicida) Déjame Entrar es inquietante. Ok, tiene unas escenas de shock muy bien filmadas, tiene un gran clima, hay muy buenas actuaciones. Pero el punto central es en realidad la relación entre Eli y Oskar, la que parece convertirse en una versión infantil de Dracula y Renfield con una atracción enfermiza y desubicada entre ambos. Eso no quita que en medio de toda esta amoralidad y apatía uno termine por tomar un poco de partido por los protagonistas, posiblemente porque la sinceridad de su cariño termina por traslucirse desde la pantalla hacia la platea. En el fondo no es más que la historia de dos sicópatas que no han terminado la escuela primaria y que se han enamorado al descubrir la mutua miseria de sus respectivas existencias.